Capítulo 47

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Abrazó a su madre contra su pecho durante todo el recorrido hasta el hospital, dentro de una ambulancia con las luces apagadas. No permitió que viera nada, ni siquiera la sábana que cubría el cuerpo debajo de la camilla, simplemente veía el color del jersey que usaba él debajo del abrigo que ahora yacía con el cuerpo inerte de su padre.

Encarna lloraba desconsoladamente, pero él tenía secos los lagrimales. Había mantenido la seriedad en su expresión cuando habló con la policía y vio como esposaban a Antonio, metiéndole dentro de una patrulla, y había permanecido con esa cara desde entonces.

Frío. Impasible. Con una muralla impenetrable entre él y sus emociones directas.

La única razón por la cual iban camino al hospital era porque Luis padre era donante de órganos, según había logrado murmurar su madre, y debían llevarlo allí para extraerlos. No quería pensar mucho en ello, porque todavía sentía la piel tibia debajo de sus manos manchadas de sangre, y no quería hacerse la idea de que iban a abrirle en dos como un jamón en Navidad tan pronto.

Una vez llegaron les separaron del cuerpo, y fueron obligados a sumergirse de lleno en la burocracia de los papeles interminables que llenar al respecto, que si fuese por Luis los hubiese hecho solo para no perturbar a su madre, pero la realidad era que no tenía conocimiento de la mitad de los datos necesarios para hacerlo. Llevaba la mitad de su vida ignorándole, no podía pretender lo contrario.

«Hijo.»

Encogía el estómago cuando recordaba su última palabra, en lo que había desperdiciado su último aliento, en llamarle hijo. Todavía podía ver, al cerrar los ojos, como movía los labios para tratar de arrancar las sílabas de su garganta maltrecha ahogada en sangre. Podía sentir el esfuerzo que hacía el pecho debajo de sus dedos en su abrigo. Podía respirar cuando él no lo hacía más.

«Hijo.»

—¿Hijo? —le llamó, a media voz, su madre. Volvió a mirarle, tratando de ordenar los pensamientos que hacían estragos en su cerebro—. ¿Qué vamos a hacer? —logró preguntar, dado que las dudas la carcomían viva.

—No lo sé, mamá —confesó, en voz baja, volviendo a rodearla con el brazo—. No lo sé.

Porque, joder, de verdad no lo sabía. No había fuerza capaz en el mundo de llevarles de vuelta a esa casa, cualquier ilusión efímera que existiese de él viviendo allí con sus futuros hijos estaba más que derrumbada, si ni siquiera se sentía con la capacidad de pensar mucho en ella o en la posibilidad de que la catalana volviese entrar por esa misma puerta .

Cuando él por fin había logrado hacer las paces en su totalidad con ese ambiente, una nueva tragedia llegaba para arrasarlo todo a su paso.

Quizás ese lugar estaba maldito, y a otra cosa mariposa.

O, quizás, el maldito era él.

—Debería... debería... —Encarna no lograba formar una oración entera sin echarse a llorar. Era la peor escena del universo habido y por haber para él—. Debería llamar a María... ella...

—Tómate tu tiempo —le pidió, apretándola con fuerza hacia su cuerpo—. De verdad. Ella lo entenderá.

—No, no... —negó, separándose de él—. Es su padre, Luis. Es su padre.

Nuevamente volvió a llorar, sin quererlo. Era inevitable. Era su peor pesadilla.

Luis la dejó un segundo sola para volver a hablar en recepción, y explicar su situación. Pidió que por favor le suministrasen un tranquilizante, y si era posible conseguirle ayuda psicológica para sobrellevar el shock del momento.

Lo peor de nosotrosWhere stories live. Discover now