Capítulo 50

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El momento de estupefacción inicial pareció durar eternamente.

Pero, en realidad, solo duró pocos segundos hasta que la catalana gritó:

—¿¡Qué dices!?

Estaba bastante consciente de que ese par de hermanos no estaban prestándole nada de atención, solo tenían los ojos clavados en el otro, en sumo silencio. Él se había llevado la mano a la mejilla instantáneamente, como si pudiese aliviar el dolor del golpe con solo su tacto, y su expresión no salía del asombro.

Pero no era dolor físico en sí, era el dolor de los ojos oscuros de su hermana devolviéndole la vista, chispeantes de furia, listos para dar pelea. Era el aura de enfado que irradiaba, capaz de hacer temblar a más de uno. Era una forma en la que jamás le había mirado antes, ni siquiera cuando se cabreó al máximo de pequeños cuando le escondió sus muñecas, aunque solo era para que no las dejase tiradas por ahí y que su padrastro las pisase por accidente.

María, todavía sin decir una palabra, volvió a alzar la mano, con toda la intención de darle otra bofetada, hasta que Luis le cogió la muñeca en el aire, frunciendo el ceño y contando hasta diez por dentro para no enloquecer, como le había enseñado Aitana aquella vez que le llamó preso de un ataque de pánico en el coche.

—No seas tonta, María.

—No me hables de ser tonta —replicó, furiosa—. Papá está muerto.

Luis no dijo nada. No sabía qué decir, tampoco.

—¡Está muerto! —gritó su hermana, a todo pulmón.

Uno... dos... tres...

—Vale, vale —dijo él, haciéndole gestos con las manos para que se calmase. Dio pasos hacia adelante y esperó a que la chica de flequillo saliese del todo para cerrar la puerta y quedar todos fuera—. Tranquilízate, María —pidió, con voz seria—. ¿Qué haces aquí?

—¿Cómo que qué hago aquí, Luis? —chilló, histérica—. ¡No podía no venir! ¡Es el funeral de mi jodido padre!

Cuatro... cinco... seis...

Él tragó saliva en seco al notar la desesperación con la que hablaba: estaba destrozada.

Darle la noticia a ella había sido una de las cosas más tristes que tuvo que hacer en su vida, ya que su madre todavía no lograba procesar lo sucedido, le tocó a él llamar a su hermana menor para contarle los hechos. Ella se bloqueó al instante y gritó al teléfono hasta cansarse, o al menos eso le pareció a él.

Finalmente colgó la llamada mientras, entre sollozos, afirmaba que no podía dejar México ni aunque lo intentase, que necesitaba tiempo para pensar y asimilar lo sucedido. Por eso no tenía ni la más mínima idea de qué hacía ahí, que le había empujado a volar los 8624 kilómetros que le separaban de su tierra.

—Ya lo sé.

—¡Pues no lo parece!

—María, creo que no es necesario gritar... —murmuró Aitana, incómoda.

Pero fue ignorada una vez más.

—Volví porque necesitaba que mamá me explicara qué pasó en realidad —explicó, irritada—. Porque sabía que tú estabas guardándote información.

—¿De verdad has hecho que mamá reviva la experiencia más traumática de su vida solo porque tú no te fías de mí? Joder, María —replicó, comenzando a enfadarse también.

Siete... ocho... nueve...

—¡No me habías dicho que papá murió salvándote! —gritó, furiosa—. ¡Está muerto por tu culpa, Luis! ¿¡Es que no lo entiendes!? ¡Después de todo lo que pasó, todo lo que le dijiste, aun así decidió morir por ti!

Lo peor de nosotrosWhere stories live. Discover now