Capítulo 38

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A esa altura de su vida, Luis se había puesto a pensar varias veces que tenía todo en contra para ser feliz, que a pesar de que él lo intentaba con unas ganas descomunales, nada parecía terminar saliéndole bien, por una cosa o por otra.

Pero siempre encontró consuelo en pequeños detalles del día a día, como fue en su madre y hermana en su momento, en la iglesia en otro, y ahora en ella, en esa catalana de dieciocho años muy bien cumplidos que luchaba contra viento y marea para no volver a caer en la misma mierda de antes, en aquella que él no dejaba de pisar una y otra vez, de nuevo.

Cuando el destino lo pusiera a prueba (y estaba convencido que iba a pasar) él pretendía hacerle frente recordando lo que sintió en el pecho al tener los labios de ella recorriéndole la espalda, topándose con las cicatrices de los golpes de la guitarra. Él mismo les daba mucha menos importancia que a las demás, porque no las veía todos los días al vestirse frente a un espejo. Casi podía olvidarse que existían, que completaban el patrón irregular del cuadro de su cuerpo.

Pero ella no podía olvidarse de ninguna de ellas ni aunque quisiera. Se había guardado en la memoria la localización en la geografía de su anatomía todas las marcas, las pecas, las imperfecciones de la piel que en algún momento representó la sanidad. Podía dibujarlo con los ojos cerrados sin esfuerzo. Podía tocarlo y sentirle retorcer bajo sus dedos hasta el cansancio.

Por eso, si fuera por Aitana, no hubieran abandonado esa cama en todo el día, pero sabía que Luis tenía compromisos y que ese jueves de pasado la mitad de la semana no era el momento ideal para tomarse un descanso. No importaba con cuanta intensidad ella sentía que necesitaba ese descanso, que él lo necesitaba más que nadie.

Trató de no rechistar ni ofrecer comentarios al respecto, porque después de todo había caído de improvisto a desordenarle el calendario y las sábanas, y no podía pretender que él dejase todo en pausa para dedicarse pura y exclusivamente a estar con ella. Y tampoco lo quería, a decir verdad. Era su momento de estar a su lado y apoyarle, no al revés, haciendo caso omiso del llanto universal que reinó en la tarde del día anterior.

Incluso había pretendido guardar la calma cuando él sugirió, básicamente, hacerse el mártir con la situación de su padrastro. En el fondo tenía que confiar en que Luis no era lo suficientemente estúpido como para ponerse en peligro a propósito, más allá del complejo de héroe que pudiese tener de todos esos años.

Era lo más parecido a un consuelo que tenía en esos momentos.

Ambos habían dormido de corrido, las pocas horas que pegaron ojo, como ya era costumbre cuando compartían colchón siendo pareja. Porque sí, porque eran pareja desde antes de decirlo, porque esas cosas no se dicen, pasan, y ellos pasaron mucho tiempo antes de que la catalana oficializase la relación con un beso que le dejó sin respiración.

Lo veía más claro que nunca ahora, cuando le veía vestirse de espaldas a ella mientras tarareaba distraídamente una melodía desconocida. Es que lo veía al instante, si ese simple gesto le arrancaba una sonrisa tonta en el rostro y le hacía subir el ánimo. Por supuesto que lo quería, joder. Y le quería un montón.

Suspiró, se estiró sobre la cama para coger un pañuelo de la maleta y poder sonarse la nariz antes de que pasara la patética escena de sus mocos cayéndosele. Pretendía que eso pasase desapercibido, pero falló terriblemente cuando el gallego giró al oír el ruido y le miró con una ceja alzada.

—Te dije que ibas a pillar algo —comentó, con cierta superioridad, avanzando hacia ella.

—Tampoco te vi a ti muy insistente en que me fuese a bañar anoche —rebatió ella, sacándole la lengua cual niña—. Y no, no cuenta juntos, que ocupas toda el agua caliente —añadió, conociendo su contestación evidente.

Lo peor de nosotrosWhere stories live. Discover now