Capítulo 49

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El funeral se llevó a cabo casi una semana después de la tragedia.

Era parte culpa del sistema jurídico del país, de la comunidad autónoma, de la incompetencia de la policía, y en parte, probablemente, también de que la vida estaba probando el límite de Luis Cepeda, a ver hasta donde soportaba el tormento de la espera sin volverse completamente loco. O al menos eso le parecía a él.

Y a ella, que estaba quedándose, si era posible, más loca que él.

Tardaron unos días en conseguir el alta médica de Encarna después de su descompensación en el día de los hechos, y solo con la promesa y prueba de fuego de que se metería inmediatamente a terapia para tratar de controlar las emociones que la desbordaban en cada amanecer y la hacían ahogarse en lágrimas en cada atardecer, sin falta. Nadie se había opuesto a esa orden de los médicos, ya que habría que estar muy lejos de tener un juicio sano como para hacerlo, pero sí había miramientos a la hora de meterlo a él.

No quería, evidentemente. No era de extrañar. Era testarudo, era tonto, y para agregar la cereza del postre y coronar ese panorama como tétrico a kilómetros de distancia, el gallego no quería ni de cerca conocer el nombre de esas emociones que tanto le raspaban la garganta. La sola idea de tener que sentarse una hora con un desconocido a charlar sobre sus sentimientos le ponía de nervios, ni que hablar el planear hacerlo como algo rutinario.

Y si existiese un premio a la novia de la semana, la suya se lo ganaba con medalla de honor, y eso él lo tenía muy claro. Se había comportado de la manera más sensata del mundo, más compasiva, más serena y amorosa que podía existir, tratando por hecho y derecho de que Luis nunca se alterase, y pudiese sobrellevar ese mal trago familiar de la mejor forma posible.

Solo había un problema.

Esa no era la verdadera Aitana Ocaña.

Su pequeña, su Aiti, tenía un carácter de perros, tenía que amenazarle con darle una hostia cada dos por tres cuando se ponía tonto de más, tenía que ser cabezota y pelearle por el último trozo de pizza y por ponerle más miel a los alimentos, tenía que concentrarse en sus cosas y perderse en su propio mundo de ideas mientras fruncía ligeramente el entrecejo y tarareaba una melodía como si fuese un ángel caído del Cielo.

Pero, por sobre todas las cosas, tenía que ser directa, y decirle las cosas como eran.

Y ella estaba pecando de mentirosa al morderse la lengua cada vez que Luis decía algo que no le entendía del todo, que no le convencía en lo más mínimo, o que la parecía la persona más irritante del universo. Porque sí, tenía derecho a sentirse así, era parte de él, era parte de lo que le había hecho enamorarse así.

Cuando él se negó en todos los idiomas posibles a hacer terapia, ella solo insistió un par de veces, dejando morir el tema debajo de las sábanas, permitiéndole callar las palabras que le mantenían despierto por las noches con los jadeos ahogados en su oído cuando le desvestía. Obligarle a mantener toda su atención en ella en ciertos momentos no era sano, pero era efectivo, al menos lograba que conciliase el sueño y que sonriera.

Porque echaba muchísimo de menos su sonrisa espontánea y su positividad contra todo. Echaba de menos ese misterio que le solía rodear, esa risilla divertida cuando le observaba, esa necesidad de abrazarle y darle besos cuando menos se lo esperaba con el solo propósito de arrancarle gestos cariñosos a ella, quien solía ser la más recia a mostrarlos.

Le generaba sentimientos contradictorios, y también le hacía sentir la peor persona del mundo, todo al mismo tiempo. Casi tanto como cuando él le mostró por primera vez alguna de sus marcas, las de sus brazos, cuando anteriormente ella le había gritado por ser un positivo de mierda. Era un manojo de nervios que escondía tras una sonrisa sin enseñar los dientes y un beso robado entre susurros sofocados.

Lo peor de nosotrosWhere stories live. Discover now