Capítulo 46

3.5K 207 95
                                    

El retintín de la cuchara golpeándose con insistencia en el interior de la taza le ponía de nervios, pero no se atrevía a decir nada, ya que prefería que eso fuese lo único que ocupase el silencio que se había estancado en la sala de la casa en lugar de palabras.

Le tenía tanto miedo a esas palabras, a cualquier palabra, que prefería simplemente no oír ninguna.

Era un cobarde con C mayúscula. C de Cepeda. C de cobarde. Tal para cual.

El móvil le vibraba sin descanso en el bolsillo trasero del pantalón, pero no tenía el corazón suficiente como para sacarlo y mirar las llamadas perdidas, ni escuchar los correos de voz, ni leer los textos. Había cometido el error de hacerlo la primera vez que tuvo el impulso y se estampó de lleno con más de treinta llamadas de Aitana, e incontables mensajes de Roi, Miriam, e incluso algunos de Amaia, en mayúsculas, gritándole que más vale llevase su culo a Madrid pronto o ella se encargaría personalmente de que no pudiese pasar un segundo más a solas con la catalana.

Sabía que si le contestaba a esa catalana se rompería. Era ella, era su pequeña, no podía mantenerse entero si le hablaba de la situación, y si había algo que no podía permitirse en ese momento era perder la entereza. Debía mantener un frente firme para su madre. Debía mantener la tranquilidad, al menos por dentro, o todo se iría a la mierda.

Mientras tanto su madre bebía un té con desgano, cosa que a él le hizo revolver el estómago al notar como lo endulzaba con miel. Recordaba a la perfección la cantidad industrial de miel que Aitana consumía en su cotidianidad, como le parecía una exageración, pero en ese instante daría lo que fuese porque estuviese allí, animando a Encarna a ponerle más, solo un poquito más, porque nunca era suficiente.

Pero no. Aitana no pertenecía a ese ambiente, no era su lucha. Estaba segura en Madrid.

Repetía esas palabras en su mente como un lema de vida, para no perder la cabeza, para autoconvencerse de que era totalmente cierto y él no había sido un capullo insensible al haberla dejado atrás sin pensarlo dos veces, que había tomado la mejor decisión para los dos en un momento donde hiciese lo que hiciese alguien iba a salir perdiendo.

De solo imaginarse a la chica de flequillo expuesta a tal peligro le hacía doler el pecho, y le costaba respirar. Ya era suficiente con que su madre se negase a irse lejos, como él le había propuesto en primer lugar, y se hubiese anclado en la casa como si fuese el día más común del mundo. Luis entendía que esa era su forma de preservar la cordura, en un intento desesperado de fingir la normalidad, pero no veía panorama en el que no le terminase explotando en la cara en consecuencia.

—Por favor, para, cariño —dijo Luis padre, quien estaba apoyado contra la encimera de la cocina—. Vas a romper la taza...

—Déjala —dijo Luis, instantáneamente, sin dejarle terminar.

—No empecéis —ordenó Encarna, con voz seria—. Tenemos que mantenernos unidos, no es el momento para viejas riñas.

—¿Viejas riñas, mamá? —repitió, tratando de no salirse de sus cabales con ella—. Es parte su culpa que estemos en este lío...

—¡Hago lo que puedo!

—¡Llegas veinte años tarde!

—¡Luis! —reprendió ella, ofuscada.

—¿Qué? —dijeron ellos, a la misma vez.

—Parad, por favor —dijo, suavizando el tono, pero todavía con cierta alarma presente—. Sois las personas más importantes de mi vida. No puedo teneros así en este momento.

Lo peor de nosotrosOù les histoires vivent. Découvrez maintenant