Capítulo 37

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Se mantenía tumbado boca abajo con los brazos flexionados debajo de la almohada y los ojos entrecerrados, pero no lo suficiente como para permitir dormirse. No quería hacerlo. Se negaba rotundamente. Temía abrirlos otra vez y que ella hubiese desaparecido, como si de un sueño se tratase.

Es que era demasiado bueno para ser verdad.

Lo traía un poco a la realidad el hecho de que la ventana se encontrase a medio abrir, y su cuerpo menudo estuviese inclinado hacia afuera, aguantándose el frío al tener las piernas desnudas, y solo el jersey verde de él cubriéndole el cuerpo además de las bragas. Todo eso para poder fumar y que el humo no entrase demasiado a la habitación.

Eso le recordaba que no estaba en un sueño, porque no había forma de que Aitana y el tabaco estuviesen en la misma escena si fuera por su mente. A menos de que fuese una pesadilla, ahí sí le cuadraba mucho más el panorama.

Pero trataba, con mucho esfuerzo, no hacerse mala sangre. No podía quitarle el cigarrillo de las manos como una niña que jugaba con tijeras; sería ella la que poco a poco ahora debía volver a retomar ese camino que emprendió la primera vez. Nadie dijo que sería fácil, después de todo, y un tropezón no era caída.

O al menos, eso quería creer.

Entre pestañeo y pestañeo logró ver cómo le daba la última calada al que tenía entre sus dedos, y dejaba caer las cenizas en el patio, con la vista perdida en el horizonte. Creía que él estaba dormido, que había podido escabullirse de la cama con éxito sin despertarle y que en ese instante nadie en toda España estaba juzgándole por acabarse aquella arma mortal en tan solo unos pocos minutos.

Estaba equivocada, evidentemente.

Giró sobre sus talones y fue hasta su maleta para guardar la colilla y no tirarla fuera, porque no tenía idea dónde estaba el bote de basura y no pretendía despertarle para preguntarle tal tontería. Quería absorber en su memoria esos momentos, de él durmiendo plácidamente a la luz de la Luna, protegido de cualquier mal y con el rostro más sereno que nunca. Esos momentos serían los que le mantendrían cálida por dentro al volver a Madrid.

Pocas veces se había sentido más tonta que hacía unas horas, cuando le exigió alguna prueba visual de que estaba con ella, de que contaba con ella. Pocas veces se había sentido más insensible, más tirana. Pocas veces se había tenido que retractar segundos después de abrir la boca, al caer en la cuenta de que no podía esperar esas cosas de él, porque no era como nadie que hubiese conocido antes.

Iba más allá de sus demonios, que claramente nunca había conocido antes, iba más allá de todo mal. Se centraba en lo bueno, en lo bueno que era a niveles insospechados, de formas inimaginables, en destellos enceguecidos de sentimientos innombrables. Era tan bueno, y le hacía tanto bien...

Estaba por volver a meterse en la cama cuando se dio cuenta de algo importante, algo que no podía creer no había notado antes.

—No estás roncando —dijo, con un tono de voz normal, como si ya no temiese perturbarle el sueño—. No estás dormido ni de coña, ¿no?

Luis rió con suavidad, y abrió los ojos del todo.

—No puedo dormir, en realidad —confesó, impulsándose con los codos para medio incorporarse en la cama. Ella se sentó a su lado, de piernas cruzadas.

—¿Por qué no, Luis? —preguntó, con cierto miedo. Miedo de que le dijese que tenía pesadillas como ella. Miedo a que le confesase algo más, algo que no le dijo antes que quintuplicaría lo jodida que estaba la situación. Miedo, miedo de que todo pudiese ponerse peor.

Lo peor de nosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora