Capítulo 59

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El tornado Ocaña había arrasado con la cocina de ese pequeño piso madrileño, no había otra forma de describirlo.

Lo que en sus comienzos fue un espacio limpio y ordenado, ahora era la viva imagen del desastre, con restos de harina de aquí para allá, con pequeñas manchas de aceite en los trapos con los que había tratado de enmendar su catástrofe anterior cuando se le derramó por la encimera, junto con los huevos rotos adornando los lados del tarro de basura, conmemorando a sus compañeros muertos en combate para nada. Era un jodido cuadro, de esos que se colgaban en los museos de arte pop y la gente tenía que descubrir qué era lo especial de una lata de sopa.

En este caso, lo especial de su marco vanguardista era que por primera vez desde que vivía en ese sitio, hacía casi un año, prendía el horno. Pasó cerca de quince minutos toqueteando las perillas, preguntándose qué tan patética sería si se echaba a llorar por no poder resolverlo sola, y finalmente descubriendo que ni siquiera estaba enchufado a la corriente. Por poco se tiró de la ventana antes de descubrirlo, por el surrealismo que la superaba.

A pesar del ambiente caótico, la masa de su receta había quedado más o menos bien. Sí, había tenido que usar más ingredientes de los pensados, porque de los nervios y su torpeza nata había desaprovechado unos cuantos, pero finalmente tenía lo más parecido a una masa fermentada que podía conseguir después de dejarla reposar la hora correspondiente que decía internet.

Quien dice internet dice el mensaje de su suegra, también.

Había optado por consultar ambas fuentes, en caso de que ella le explicase una muy difícil o con pocos detalles, al tenerla tan manejada, y si había algo que Aitana podía contar siempre como buena millennial era en que la tecnología siempre tendría un atajo para hacer las cosas más sencillas para principiantes como ella. Finalmente había hecho una mezcla de ambas recetas que les rezaba a todos los santos que no conocía que por favor no terminasen en un resultado perjudicial para la salud de nadie, que lo menos que necesitaban era terminar en el hospital por indigestión.

El verdadero reto fue hacer el relleno. Nunca se había sentido tan tonta y básica en su vida como cuando tuvo en frente las verduras que compró especialmente para la ocasión y se preguntó que cómo sabrían por separado. La cebolla, los pimientos verde y rojo y el tomate triturado le devolvían la vista, desafiantes, mientras que se acojonaba sola al pensar en el atún y las aceitunas, a pesar de que se repetía continuamente que aquello no era ciencia nuclear.

Aunque sencillamente sí lo parecía.

Las lágrimas se habían escapado involuntariamente al cortar las cebollas, por mucho que ella intentase frenarlas para que no le dejasen los ojos todos rojos e hinchados, que no era el momento ideal para eso. Había decidido atarse el cabello en una coleta alta para asegurarse de no dejar pelos por ningún lado, y además por miedo de que al poner las verduras a fuego medio en la sartén, el pelo le cayese en los ojos y ella terminase con un dedo menos por una quemadura de tercer grado.

Un poco dramática de más, probablemente, pero era la primera vez que se motivaba para cocinar algo de verdad, algo que llevase esmero y preparación detallada, y realmente quería que le saliese bien.

Mezcló junto con la sal con el pulso temblándole, temiendo el próximo movimiento en falso que hiciese que ese sartén volase por los aires y terminase estampándose sobre ella.

Se separó unos pasos, lo más que le permitió su paranoia, para ponerse a cocer los huevos y picarlos, antes de escurrir y desmenuzar el atún. Todo lo hacía a paso de tortuga, y estaba plenamente consciente de ello, y por eso había puesto una alarma en su móvil que sonase cada diez minutos para recordarle que no tenía tiempo que perder, y que mejor apurase su culo en terminar alguna de las veinte cosas que trataba de hacer en simultáneo.

Lo peor de nosotrosWhere stories live. Discover now