Capítulo 36

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Por la mente de Aitana pasaron una serie de respuestas posibles, como las escenas de una película, una peor que la anterior. Se le ocurrió chillarle que no era nadie para increparle eso y menos de esa manera, también el mentirle y acusarle de desconfiado, y finalmente consideró la posibilidad de huir de aquella habitación, de aquella cuidad y caminar hasta Madrid si era necesario.

Pero, finalmente, decidió lo que creyó (y deseó) que iba a salir menos mal.

Sí, «menos mal», no «bien», porque no había forma de que saliese bien parada de eso.

—Pensaba decírtelo hoy —susurró, con un hilo de voz—. Te lo prometo, Luis.

Él destensó un poco el gesto al notarle tan vulnerable de repente, como si estuviese esperando que comenzase a gritarle en una riña viva, presa de la ira.

No le hacía nada de gracia enterarse así, al besarla, que la catalana había vuelto a caer al vicio del tabaco, pero no por eso iba a faltarle el respeto, ni alzar la voz más de lo necesario. Ella sabía que eso no estaba bien, el rezongo ya estaba en su cabeza, casi no tenía que formar palabras para que Aitana supiese lo mal que le caía la noticia, era innecesario asustarla.

—¿Qué ha pasado? —preguntó él, con tono vencido.

El corazón le latía con fuerza en el pecho, porque seguro debía de tener una muy buena razón para haber recaído, y no sabía si estaba preparado para descubrir cuál.

Antes de contestarle, la catalana se quitó el abrigo y lo apoyó en la silla, al igual que los zapatos a un lado de la cama, porque se sentía como una estalactita de hielo y no podía evitar que le castañeasen los dientes. Él le imitó, instintivamente, entendiendo a la perfección que era lo más sensato para hacer.

Le sorprendía como podían hacer esas pequeñas pausas sin perder los estribos de la conversación, como la vez que le ignoró por una semana y él fue hasta su piso porque sabía que estaba triste. Habían limpiado toda la casa antes de realmente hablar, y esos eran los detalles de cosas que para ella contaban en la cuestión, en la capacidad de priorizar lo más importante del momento por encima de sus estados de ánimo.

—¿Puedo pedirte algo antes de contártelo? —preguntó ella, con ese tono tan particular que él no podía negarse ni en un millón de años, de planetas, ni de universos. Así que, naturalmente, asintió con la cabeza. Ella se sentó en el borde de la cama—. ¿Me das un abrazo?

Cambió el tono drásticamente.

Luis solo había escuchado ese en particular una vez en la vida, la primera vez que le abrazó y lloró escondida en su pecho.

Cuando le contó la historia de Vicente.

Sin mediar palabra se sentó a su lado y la rodeó con los brazos, sintiéndola hundirse en su piel y terminar de mojarle más, si era posible, el jersey azul. Lloraba callada, como si le diese vergüenza, pero con la intensidad de mil vidas pasadas que habían sufrido catástrofes tras catástrofes hasta dejarle seca en lágrimas. Parecía que iba a llorar para siempre. O al menos eso sentía ella.

El gallego se dedicó a acariciarle el pelo, dejándoselo de lado para evitar que las puntas siguiesen mojándole el interior del jersey. De su propio jersey verde. Y la apretó más hacia su cuerpo, todo lo que era posible, subiendo y bajando su mano libre por su brazo para intentar hacerle entrar en calor.

Ella solo sollozaba en su pecho, como la primera vez.

—No solo aparecieron vídeos cantando contigo, Luis —murmuró, todavía sin mirarle ni alejarse un centímetro—. Aparecieron con mi ex. La gente empezó a hacer preguntas, a hacer ruido, a hablar de cómo había cambiado a mi novio de cinco años por ti. —Le sonaba tan mal que quería echarse atrás y no decir nada más, pero tenía que ser fuerte, o al menos, pretenderlo—. La noticia le llegó a su familia, y a la policía —relató, poco a poco, a medida que cogía aire—. Y miraron un poco más el caso, un poquito más, con ganas —dijo, con una risa amarga cargada de ironía—. Descubrieron cosas que habían dejado pasar. Podrían tener a su asesino más cerca que nunca... y... y...

Lo peor de nosotrosWhere stories live. Discover now