Capítulo 56

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La ley de Murphy era un comentario ácido y pesimista sobre el Universo que decía: «si algo podría salir mal, saldrá mal». No se trataba de un concepto matemático, sino de una máxima sobre la mala suerte. Una sensación de que la vida conspiraba para que todo saliera mal, una visión del mundo que podía ser interpretada tanto como negativismo puro y simple, o como una alerta para tomarse siempre todas las precauciones posibles.

En ocasiones sucedía que la gente tenía mucha prisa al conducir y todos los semáforos estaban en rojo, que se tenía un día libre y se ponía a llover o aquello que no se estudiaba para un examen era lo que acababa entrando. O cuando se necesitaba urgentemente imprimir un documento para entregarlo a la brevedad, la impresora no tenía papel, se lo tragaba o simplemente no le quedaba tinta. En otras palabras: con cierta frecuencia ocurría que aquello que podría salir mal, acababa saliendo mal.

Aitana pocas veces había pensado en la ley de Murphy durante sus dieciocho años de vida, pero por alguna razón particular la tiene muy presente mientras observaba a las personas pasar frente a ella desinteresadamente, viéndoles sentada tímidamente desde las escaleras de la iglesia del Padre Esteban.

Después de todo esa parece ser la ley de su vida, porque incluso cuando las cosas, teóricamente, le salían bien, terminaban saliéndole mal, porque siempre existía esa mínima posibilidad de que todo se le echase a perder.

Como ahora, en ese mismo instante, helándose el culo con el mármol de la construcción, no podía dejar de pensar en la ironía de la vida, de cómo cuando se enteraba finalmente de que no estaba embarazada, también lo hacía que nunca iba a poder estarlo. La ley de Murphy, la jodida ley del puto Murphy.

Se frotó las manos entre sí para tratar de recobrar el calor en su cuerpo, pero era inútil, debía aceptar que salió con poco abrigo esa mañana y ahora tenía que aguantarse. Sin embargo, no creía nunca volver a sentir tibieza por dentro. Existía algo nuevo roto, algo que no sabía poner en palabras, para variar, y se dedicaba a rodearle el corazón como una capa transparente, para no dañarlo más.

Porque quizás, quizás, si no sentía nada más, no podía seguir saliendo lastimada.

La última vez que pisó esa iglesia de tan de cerca, sin bordear los parámetros con cierta cautela magistral, fue cuando le convencieron de ir a envolver regalos para los niños del orfanato en Navidad, con los gallegos de su vida. Ese momento le pareció tan ajeno que apenas podía recordarlo bien, como si ciertas imágenes fuesen vistas desde una tercera perspectiva, una tercera persona, un narrador omnisciente que viese todos sus pasos.

Ese fue el día en el que Luis conoció su piso, en el que le vio por primera vez las cicatrices, en el que le abrazó por primera vez al contarle el nombre de sus demonios. Ese día significaba mucho para ella por eso, pero también por otras pequeñas cosas que estaba logrando traer a colación recién en ese momento. Recordó los nervios de Miriam mientras le invitaba a pasar las fiestas con ellos, tratando de convencerla, ya que Luis tenía demasiada vergüenza como para hacerlo él mismo y que ella pareciese una carga molesta en la fecha.

Recordó cómo se negó su primer beso, rechazándolo incluso antes de que se iniciase. Recordó cómo le vio besar a otra, y que esa otra fuese específicamente Nerea, a quien ella detestaba con cada fibra de su ser. Recordó el vacío en el pecho, el sonido de algo rompiéndose, cuando la comida de perro se resbalaba de su mano y se estampaba en el suelo al ella escandalizarse por eso. Recordó el grito sordo que retumbaba en las paredes de su cráneo, un «¿por qué?» que le dejaba sin aliento.

Nunca se permitió a sí misma explorar qué quería decir ese grito, pero ahora tenía varias ideas: ¿por qué Cris se empeñaba en hacer esa tradición tan estúpida? ¿Por qué todos le seguían el juego como tontos? ¿Por qué la rubia no se apartó del beso espantada? ¿Por qué el gallego no le miró con asco al separarse?

Lo peor de nosotrosWhere stories live. Discover now