Capítulo 34

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Apoyó los antebrazos en el barandal del balcón y suspiró, expulsando así el humo de sus pulmones.

Le dio golpecitos con el pulgar al cigarrillo para que la ceniza se desprendiese, sin importarle a quién le podía caer en la cabeza, y miró el cielo. Hacía un frío que la tenía acojonada, pero ya que no podía fumar dentro, así que tendría que acostumbrarse. Madrid le respondía con un saludo gris, sin nubes visibles en el panorama, y ella pensó que si gris fuese un sentimiento, ese sería el que estuviese envolviéndole entera en aquella tarde de Febrero.

Le dio otra calada en el momento exacto en el que la mujer de cabello por los hombros abrió la puerta que le separaba de su estudio, y asomó la cabeza para hablarle:

—¿Estás mejor, Aitana? —preguntó, recolocándose las gafas sobre el caballete de la nariz, despreocupadamente. La chica giró el rostro para mirarle, y se contuvo de soltar el humo de la forma más exagerada posible. No contestó—. ¿Estás lista para volver a entrar?

La respuesta ideal sería «no», que no estaba lista y que probablemente nunca lo estaría, pero le pagaban por hora y sabía que ya estaba abusando de eso al pedirle salir unos minutos a refrescarse por la conversación que estaban teniendo.

—Vale. —Solo dijo, y apagó el cigarrillo sobre el barandal. Giró sobre sus talones y volvió a entrar a la sala, notando como le había dejado un cenicero sobre la mesa—. Gracias —dijo, y se separó de aquello completamente.

—¿Por dónde estábamos? —preguntó la mujer, volviéndose a sentar en el sofá frente a ella, cruzando una pierna sobre la otra, con una libreta entre manos. Aitana pagaría lo que fuera por leer esa maldita libreta, pero no podía decirlo en voz alta sin sonar demente.

—No lo recuerdo —mintió, y sintió como inevitablemente había empezado a balancear la pierna izquierda de arriba abajo. Claro que lo recordaba. Era la razón principal por la cual había necesitado fumarse su primer cigarrillo en cuatro meses.

Aunque sería estúpido culpar a esa conversación en específico por volverse un disparador para su ansiedad, si después de todo ella era la que sabía que tarde o temprano iba a terminar cediendo a sus demonios, y en el camino a la consulta había parado a comprar aquella cajita de la que juró nunca más volverse dependiente. Era cuestión de tiempo para que alcanzase su límite, y quería estar preparada, porque de otra manera terminaría literalmente saltando al vacío de ese edificio.

—Aitana —le llamó, con la típica voz de rezongo—. Estás aquí para hablar de tus sentimientos, no puedes ignorarlos.

—No es verdad —dijo la chica de flequillo, arrugando la nariz—. Estoy aquí porque queréis desestimar mi declaración por incapacidad psicológica.

—Yo no quiero desestimar nada, Aitana, por favor —afirmó la mujer, negando con la cabeza—. La familia Rodríguez está demandando a la Policía de Madrid por negligencia en el caso, y tu testimonio es vital. Tienes que entender que es perfectamente razonable que la defensa quiera avaluar el estado psicológico de la única testigo del crimen —puntualizó, lógicamente.

—¡No! —gritó ella, moviendo las manos—. ¡No es razonable! ¡Es una puta mierda!

—Aitana...

—¡No, Noemí, no! —chilló, enfadada—. Yo ya conté lo que pasó, exactamente cómo pasó, no es mi culpa que ignorasen evidencia la primera vez, no es mi culpa que dejasen pasar el caso, no merezco pasar por todo esto otra vez. —Casi sollozó, inevitablemente.

En parte estaba mintiendo, porque sí era su culpa que el nombre de su ex hubiese vuelto a hacer eco en las noticias, ya que había sido tal la curiosidad de qué había pasado con él en las redes sociales por cientos de desconocidos que la inquietud llegó hasta el cuerpo de policía. Y entre tontería y tontería, el caso había vuelto a abrirse al notar similitudes innegables en el modus operandi de otros más recientes donde sí habían sospechosos físicos, anónimos por el momento.

Lo peor de nosotrosWhere stories live. Discover now