Capítulo XXI

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Había regresado tan a prisa que no se había percatado del tiempo que había transcurrido. El tren avanzaba por las vías haciendo el mismo recorrido que hiciera temprano. Iba callado, sentado junto a la ventana, con dolor de cabeza, sin deseos de escuchar música ni de mirar su teléfono; sólo quería llegar a casa, beber algo caliente e irse a la cama.

Bajó del tren y el viento frío le golpeó con fuerza, haciéndole estremecer. Caminó rápido, casi corriendo por la vereda, ya desierta a esas horas. Los faroles apenas iluminaban el camino por donde iba y como estaba tan abstraído de su entorno, al girar en una esquina, se tropezó con un niño —o era lo que pensaba—, que fue a dar al suelo con una expresión molesta. Alejandro por poco siguió su camino sin darle importancia, pero la educación lo hizo volver y ayudar al chico a levantarse, el cual aceptó la ayuda, aunque de mala gana.

—¡Fíjate por donde caminas!, ¡¿acaso estás ciego?!

—Disculpa, es que no te vi, está muy oscuro aquí. De verdad lo siento.

—Sí, sí, está bien, ten más cuidado a la próxima —dijo, limpiándose la tierra de los pantalones. Su expresión reflejaba poca paciencia.

—Lo tendré. Adiós.

Ni siquiera supo por qué se despidió del chico, de seguro menor que él. "Bueno, qué importa, no lo volveré a ver", pensó Alejandro. Retomó la marcha, sin siquiera volver a mirar por donde se había ido el muchacho; fue un encuentro fortuito y no se iba a molestar en pensar demasiado en ello.

La calle estaba desierta y solo unas pocas viviendas cercanas tenían las luces encendidas en su interior.

Cuando por fin llegó a casa, encontró a sus padres tomando el té, quienes le dieron la bienvenida y lo invitaron a acercarse.

—¡Hola, hijo!, ¿cómo estás?, qué sorpresa que regresaras tan temprano, ven y acompáñanos, el agua está recién hervida —dijo la madre.

—Hola, mamá. Hola, papá. Iré a dejar mis cosas primero, ya regreso —dijo Alejandro, dirigiéndose hacia su dormitorio.

Sin tardar demasiado, dejó su chaqueta sobre la cama, se lavó las manos y la cara en el baño, y regresó a la cocina, en donde su madre ya tenía lista una taza para él.

—¿Cómo te fue en tu almuerzo? —preguntó el padre cuando Alejandro se sentó.

—Estuvo bien, comimos en el local donde trabajo —respondió mientras le servían el agua.

—¿Y por qué no fueron a comer a otro sitio? —preguntó la madre.

—Es que no se nos ocurrió a dónde más ir, por lo demás resulta difícil encontrar un buen lugar donde comer en domingo —respondió Alejandro, tratando de hablar lo menos posible y sin dar mucho detalle, aunque inevitablemente sus padres le pedirían más información.

—Sí, el domingo está todo cerrado y los buenos locales no abren —concluyó el padre, bebiendo de su taza—. ¿Y por qué no almorzaron aquí con nosotros?, hoy tu mamá preparó una comida deliciosa.

—No me pareció buena idea, además de que no nos conocemos lo suficiente como para traerlo a la casa tan pronto —dijo Alejandro con un dejo de tristeza.

—Ya veo, ¿y de dónde conoces a este amigo?, no has dicho ni como se llama.

—Se llama Nicolás y lo conocí en el local —dijo, mintiendo sobre el punto, pues no iba a decirles que lo había conocido una noche cuando regresaba a casa.

—¿Trabaja en el local?

—No. Un día que yo estaba de turno, él fue a comer y tuve que atenderlo.

La mirada del extrañoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora