Capítulo LXXVI

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Alrededor de las 21:00 llegaron a la casa donde residía el anciano matrimonio, padres de Antonia, que aguardaban sin saber que el muchacho que acompañaba a su nieto era, en realidad, su novio.

—¡Hijo!, ¡qué bueno verte!, ¿cómo estás? —preguntó Elena, abrazando al pelinegro—. Tu madre nos llamó días después de lo sucedido, estábamos tan preocupados por ti, ¿te has sentido mejor?, yo estuve a punto de ir a la ciudad para visitarte, pero Antonia me dijo que no, que estabas bien cuidado.

—Sí, abuela, me he sentido mejor, gracias —dijo, separándose para besar a la anciana—. La verdad es que no quería decirles lo que ocurrió, no quería angustiarlos por mi causa, ver a mis padres ha sido suficientemente doloroso como para que ustedes tengan que pasar por lo mismo.

—Está bien, hijo, lo entiendo, pero recuerda que siempre estamos preguntando por ti, nos importas mucho —dijo, besando a su nieto en las mejillas—. Dime, ¿cómo estuvo el viaje?

—Todo bien, hemos dormido durante casi todo el trayecto —dijo, para luego volverse hacia Alejandro, que aguardaba con una expresión nerviosa—. No te quedes ahí, ven, voy a presentarte.

—¿Es él? —preguntó, observando con curiosidad al acompañante.

—Sí, abuela, él es Alejandro, de quien te he estado hablando. Quería que lo conocieras —explicó Nicolás, mientras sostenía al chico de la mano.

—Lo recuerdo, mucho gusto en conocerte, Alejandro, mi nieto me habló muy bien de ti —dijo, dándole un cálido abrazo que le sorprendió—. ¿Cómo estás?, ¿se han reconciliado?, ¿o es que siguen peleados?

—Bien, señora, y sí, nos hemos reconciliado —respondió.

—Qué bueno, bienvenido entonces. Y una cosa más, llámame Elena o abuela, si quieres.

—Encantado... abuela, muchas gracias por recibirme.

Elena sonrió complacida.

—¿Han traído muchas cosas? —preguntó, viendo como su nieto ayudaba a su padre y a otro hombre a cargar las maletas dentro de la casa.

—Nicolás me hizo cargar todo lo necesario para, al menos, una semana aquí —indicó Alejandro.

—Ese niño siempre trae más cosas de la cuenta, no te extrañes, siempre ha sido así, lugar al que va lleva una maleta y una mochila, sin mencionar lo que puede cargar con las manos.

En ese momento, Mateo y Felipe terminaron su labor y llegaron junto a la anciana.

—Bueno, ¿no vas a saludarme? —preguntó el padre del pelinegro.

—¿Cómo iba a saludarte si estabas ocupado?, ven aquí —dijo, besando a su yerno.

—Déjame presentarte a Felipe, el padre de Alejandro. Don Felipe, ella es Elena, mi suegra, la madre de Antonia.

—Buenas noches, doña Elena, gusto en conocerla y gracias por recibir a mi hijo en su casa —dijo, estrechándole la mano.

—Lo mismo digo, señor, y no se preocupe, es un agrado recibir visitas y más si se trata de los niños —dijo, sonriéndole a los dos muchachos que estaban de pie a su lado—. ¿Van a quedarse o se irán de inmediato?

—Nos iremos, sólo vinimos a dejarlos —dijo Mateo—. Perdona, nos queda el viaje de regreso y ya es bastante tarde.

—Descuida, vayan entonces, que yo cuidaré bien de estos jóvenes —dijo Elena.

—Bien, nos vamos. Ustedes dos, cuídense y pórtense bien, nada de hacer pasar malos ratos a su abuela, ni al abuelo —dijo, antes de despedirse de su hijo y el novio de éste—. Disfruten el tiempo aquí, descansen y recuperen energías. Llamen a la casa si sucede algo. Nos vemos pronto.

La mirada del extrañoWhere stories live. Discover now