Capítulo LXXI

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Martín regresó a casa pasadas las 16:00. Estaba cansado y hambriento. Su madre, tras recibirlo y regañarlo por no presentarse a almorzar, ordenó a las criadas que dispusieran todo lo necesario para que el chico se alimentara.

—¡Mamá!, no fue mi culpa, se demoraron mucho en entregarme los medicamentos de Tomás, no pude hacer otra cosa que esperar —intentaba excusarse el pelirrojo, sentado a la mesa mientras los platos eran servidos frente a él.

—Sí, seguramente, ¿no será que te distrajiste y desviaste el camino? —dijo Ágata, revisando la bolsa de papel que contenía el encargo—. Bueno, trajiste todo lo que tu hermano necesita, gracias por ir y perdona las molestias, ahora almuerza y descansa.

—De nada —dijo Martín, sirviéndose los alimentos. Ágata se retiró del comedor, llevándose consigo la bolsa y acompañada de las criadas. El chico se quedó solo y en silencio.

En el exterior, el sol arrojaba sus rayos sobre la costa, interrumpidos de tanto en tanto por la nubosidad propia de la zona. Para esa misma tarde, el cielo estaba parcialmente cubierto, aunque no menos agradable que en la mañana.

Después de comer, Martín salió a buscar a su hermano, a sabiendas de que debía estar en los alrededores. Permanecer en la casa se volvía extremadamente aburrido cuando no estaban en mutua compañía. Tomás no estaba en el patio, pero en su lugar encontró a Gabriel, recostado en una silla de playa y medio dormido.

—Gaby, psst..., psst..., Gaby —le dijo en un susurro.

—¿Eh...?, ¿Martín?, ¿qué...?, ¿qué sucede? —respondió sin sobresaltarse, al contrario, se revolvió con pereza antes de abrir los ojos—. ¿Ya regresaste?, ¿cómo te fue?

—Sí, me fue bien, oye, disculpa que te moleste, ¿has visto a mi hermano? —preguntó con su habitual gesto de juntar las manos.

—Hace rato, horas yo creo, lo vi cargando sus cosas rumbo a la playa, imagino que todavía debe estar allá, ¿lo buscaste?

—No, apenas terminé de comer —dijo, tocándose la barriga—. Bueno, no me extraña que Tomás quiera disfrutar del mar, el clima mejoró bastante, y tú también, por lo que veo, estabas muy cómodo aquí descansando.

—Mucho, tengo que aprovechar el tiempo libre, sabes que tu padre me puede llamar en cualquier momento para algún trabajo.

—No solo mi padre, también mi madre y especialmente Tomás —sugirió Martín, enfatizando el nombre del mayor.

—Sí..., Tomás...

—En fin, ya que no estás ocupado, ¿me acompañas a buscarlo?

—¿Es necesario? —dijo sin convencimiento.

—Tal vez, anda, vamos, ¿en qué te afecta?, daremos un paseo por la playa, además, a Tomás siempre le alegra verte.

—Tomás es impredecible —el comentario sonaba más a una reflexión que otra cosa—. Vale, vamos, déjame estirarme primero, estoy recostado desde el almuerzo.

Gabriel se levantó de la silla, extendió los brazos y las piernas, se puso los zapatos y la chaqueta ligera sobre los hombros. Ambos caminaron hasta el fondo del patio, en donde había una escalera de madera que descendía hasta las cálidas arenas.

—Qué fuerte está el viento, ¿no tienes frío? —dijo, advirtiendo las ropas que llevaba Martín.

—No, me he acostumbrado, pensaba que tú también, con todo el trabajo que haces en la casa, suponía que tolerabas de mejor forma el ambiente de la costa.

—Para que veas, no me acostumbro —dijo, y antes de poder agregar algo más, vio como Martín se quitaba las alpargatas y continuaba caminando descalzo—. Y ahí vas tú, sin zapatos.

La mirada del extrañoحيث تعيش القصص. اكتشف الآن