Capítulo XLVII

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Adolfo estaba encerrado en su cuarto, escuchando música totalmente desconectado del resto del mundo, hasta que un golpe en la puerta lo hizo volver a la realidad. Debía de ser Nicolás... y lo era: el pelinegro mayor estaba allí, frente a él con una expresión seria, sin duda motivada por la conversación que le había prometido después de la escena ocurrida en la mañana al desayuno.

—¿Es hora de mi regaño? —preguntó Adolfo, desafiante.

—No vine a regañarte, vine a dejar las cosas claras, así que escúchame, por favor —dijo Nicolás con un tono de voz bajo, pero igualmente severo—. Estoy enamorado de Alejandro, me gusta y antes de que menciones el hecho de que no me ha dado una respuesta formal, te informo que ya me la dio, aceptó salir conmigo formalmente, somos novios en toda la extensión de la palabra.

—Entonces... ¿es oficial? —había empuñado las manos y estaba a nada de golpear a su hermano, obligarle a decir que todo era una mentira, pero sabía que no podía, Nicolás no era del tipo bromista, mucho menos mentiroso y cuando se proponía algo, lo más seguro es que fuera hasta el final y lo consiguiera. Y así era, ya tenía a Alejandro, y Alejandro lo tenía a él, ¿qué podía hacer frente a eso?, nada—. Bueno, te felicito, que sean... felices... ¿por qué?

—¿Qué? —preguntó Nicolás con inquietud. Su hermano permanecía sentado al borde de la cama, con la cabeza gacha y las manos, aunque empuñadas, temblaban visiblemente.

—¿Por qué ese despistado?, ¿por qué él?, ¿qué fue lo que viste en él que te gustó tanto?, nunca te vi así antes, "solo tenías ojos para mí" —estalló Adolfo, levantándose de la cama.

—¿De verdad estás tan celoso de él?

—¡Sí!, ¡lo estoy!, porque ya no podremos volver a ser lo que éramos antes, solos los dos —confesó al fin, casi gritando, reflejando en su rostro que no podía contener más la frustración y la amargura.

—¿No lo entiendes?, mi relación con Alejandro no impide que podamos continuar con nuestras vidas, somos hermanos y te quiero... ninguna de esas cosas cambiará —Nicolás suavizó su voz en un intento por calmar los ánimos, pero resultó en vano.

—¡Pero yo te quería solo para mí!, ¡no quiero compartirte con nadie más!, ¡ni con Alejandro ni con ningún otro!, ¿por qué no lo entiendes? —Adolfo se llevó las manos a la cabeza y daba vueltas por la habitación.

—Tú eres el que no entiende y no estás aceptando las circunstancias, no aceptas que este momento llegaría, tarde o temprano. Dime una cosa, ¿qué iba a pasar cuando tú te enamoraras?, ¿te lo has preguntado? —cuestionó Nicolás, volviendo a su anterior tono de voz—, la verdad es que, fuera quien fuera la persona que escogieras, yo te seguiría queriendo, no iba a ser diferente.

—Parece que tienes razón, porque no lo entiendo... no lo entiendo, y no puedo evitar sentirme mal, si tan solo tú... pudieras... —las palabras de Adolfo estaban lejos de ser arrogantes como solían, ahora sonaban débiles y suplicantes, acercándose a Nicolás en un último intento desesperado. Se acercó lo suficiente ante la mirada seria de su hermano, y cuando estuvo a punto de alcanzar sus labios, Nicolás lo detuvo con un simple gesto de su mano.

—Lo siento, Adolfo, si te dejo continuar, lo que hay entre nosotros se arruinará irremediablemente —dijo el pelinegro mayor casi en un susurro. Sus ojos se habían enfriado, igual que sus palabras, las cuales hicieron retroceder a Adolfo, nervioso y aterrado, cubriéndose la boca con las manos. Nicolás quiso, por un momento, ir y abrazarlo, pero en ese momento no podía cometer un error y dar una señal equivocada—. Lo entendiste, ¿verdad?, yo no puedo darte lo que quieres.

Nicolás se dio la vuelta y abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí, dejando a Adolfo ahogado por un mar de dudas. Estaba solo y sin nadie a quien recurrir.

La mirada del extrañoWhere stories live. Discover now