Capítulo 5: Comienzos

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— ¿Cómo te fue hoy? —preguntó mi mamá en cuánto nos sentamos a almorzar

— Bien —más que bien.

Ángel me había explicado cada uno de los ejercicios que el profesor había dado y lo mejor de todo era que los había entendido. Después de toda una vida intentando hacer las paces con las matemáticas por fin lo había logrado, si hubiese sabido desde hace cuatro años que lo único que tenía que hacer era pedirle a Ángel que me explicara, lo hubiese hecho de inmediato. El receso entero se nos había escapado de las manos sin darnos cuenta y cuando el timbre sonó, el aula volvió a llenarse al instante. La satisfacción se adhirió a mis venas cuándo Mariela entró de nuevo al aula y nos encontró justo en el mismo lugar en el que nos había dejado, la preocupación se había adueñado de sus facciones, la máscara estaba empezando a deshacerse. Luego la profesora de Historia entró al salón y ordenó que hiciéramos pareja con la persona sentada detrás de nosotros.

Sorpresa, sorpresa.

Ángel seguía detrás de mí, lo cual significaba que tenía otra puerta abierta para seguir conversando con él. Como dije, la mañana entera había ido de maravilla para mis planes. Por una vez, la profesora de Historia me cayó bien

— ¿Bien? —Preguntó mi mamá escudriñando mi rostro— ¿Y por qué esa sonrisa?

Mi papá levantó su rostro de su plato y me miró también.

Suspiré — Porque hoy por fin entendí matemáticas

— ¿A quién convenciste para que te explicara? —rió mi papá.

Mamá en cambio pareció ilusionada

— ¿Hiciste un amigo?

Aquí vamos de nuevo

— Tengo amigos mamá, solo que no en ese colegio.

Ella chasqueó los dientes — Deberías tenerlos Benatia, los amigos que haces en el colegio son los que tendrás para toda la vida.

Me encogí de hombros — Me gradúo en unos meses. Creo que es un poco tarde para eso.

Papá dirigió su atención a mí otra vez

— Hablando de eso, ¿ya sabes lo que harás cuando te gradúes? Tenemos que empezar a ver universidades Benatia, si te quedaras aquí o te iras a otro lado

De pronto perdí el apetito. Estaba empezando a hartarme de esa pregunta.

— Sí, me tomaré un año sabático y recorreré el desierto del Sahara.

Papá sonrió —Al menos esa es una respuesta —y siguió comiendo.

Mis padres eran unos cuarentones a punto de iniciar su decimoséptimo año de casados. Mamá había quedado embarazada en su largo, largo noviazgo y cuándo se enteraron de que yo venía en camino, decidieron que era hora de casarse. Sin embargo nunca tuvieron otro hijo, yo era más que suficiente según me decían. Por mi parte, no tenía ningún problema en ser hija única. ¿Quién podría tenerlo? Todos los regalos iban solo para mí. Mis padres eran relajados y de mente abierta, aunque algo preocupados por el hecho de que nunca había llevado a nadie a casa pero prefería dejar mi vida privada solo para mí. No me gustaba mezclar las dos partes de mí vida, traer gente a mi casa era demasiado personal, demasiado compromiso, demasiadas cosas que estabas dejando ver. No me sentía cómoda con eso.

Toda mi vida había escuchado qué para que alguien tenga un alma oscura, para que alguien llegue a odiar a otra persona era sencillamente porque ese alguien tuvo que haber sufrido una especie de trauma en los primeros años de su vida, tuvo que haber tenido una niñez difícil o haber experimentado algún suceso lo suficientemente trágico para que una parte de ella haya quedado rota para siempre. Según mis recuerdos, nada de eso me había pasado a mí. Mi niñez fue perfectamente normal, crecí en un seno familiar unido, sabía que mis padres se amaban y que me amaban a mi mucho más. Yo los amaba a ellos, eran las únicas personas por las cuales sentía amor de verdad, sin contar a mis abuelos claro está.

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