Capítulo 16 "Comando equivocado"

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 La mañana siguiente la despierta con los sonidos de su familia preparándose para empezar el día. Había olvidado, después de un tiempo de no convivir con ellos, que las actividades en su casa comienzan antes de la hora en la que ella suele despertarse. Sin embargo, al quitarse el almohadón de encima —el que había puesto a la altura de su oreja con el propósito de aminorar el ruido, lo que no podría decir que funcionó—, abriendo un ojo sólo un poco para estirar su brazo de abajo de las sábanas, encender la pantalla de su celular y echarle un vistazo a la hora, se da cuenta de que debería haberse levantado varios minutos atrás. Con una ráfaga de voluntad sacudiéndola, hace las sábanas a un lado y se levanta con rapidez de la cama, lidiando con el breve mareo que acostumbra sentir cuando ha estado acostada y se pone de pie de repente, mientras elige un par de prendas, un poco al azar, pero preocupándose de que no sean un total desacierto. En menos de diez minutos está prácticamente lista, una habilidad que ha adquirido después de muchas veces de posponer la alarma hasta que se le hace tarde; pero presiente que está fresco afuera, por lo que, después de acomodar los libros de la universidad en su cartera y dejarla sobre la cama, vuelve a su armario en busca de un abrigo. Siempre le ha gustado ver su ropa organizada por color, pero no siempre tiene la constancia como para mantenerla de esa manera, porque si así fuera, no habría forma de que la campera negra que estaba buscando terminase al lado de una bordó de cuero, la que ni siquiera le pertenece, y que tiene entre su ropa por razones de las que aún no está segura. Sólo basta con ver el tamaño, que, aún desde colgada en la percha puede notarse, es varios talles más del que ella usa. Aun así, por más grande que sabe que va a quedarle, por muy claro que tiene de que no es suya, se la prueba frente al espejo. En el instante en que la pesada tela se acomoda en su cuerpo, siente una embriagadora sensación de calidez; quizás sea su perfume, todavía impregnado en ella, o la forma en que las mangas alcanzan a cubrir hasta el más largo de sus dedos, envolviéndola de una forma que se siente protectora, casi como si él estuviese detrás suyo, ofreciéndole el más reconfortante de sus abrazos. Y cierra los ojos, imaginándolo, porque ha aprendido que, si lo piensa con suficiente intensidad, puede llegar a levemente percibir las sensaciones que guarda en su memoria; un beso de despedida, un abrazo que, sin saberlo, no volvería a recibir pronto. Esta vez, es la calidez de sus manos sobre las suyas, hundiéndose en los amplios bolsillos, hasta que las yemas de sus dedos palpan una textura que le resulta extraña al tacto. Del lado izquierdo, extrae un paquete dorado, adornado con un brillante moño, el que reconoce como aquel que Fernando le dio cuando se despidieron, y había olvidado por completo entre los sucesos que sacudieron sus emociones esa noche. Encuentra dentro de él una aterciopelada caja roja, del tamaño de la palma de su mano, y por mucho que quiere apresurarse a abrirla, no logra dar con una forma de hacerlo hasta que la voltea por completo, y en la tapa posterior, aquella que no posee decorados color oro, descubre un botón. Al presionarlo, una robótica voz femenina, cuyo sonido emerge un parlante diminuto, emite las indicaciones: "Inserte comando de voz". Ella se queda en silencio, sin la más remota idea de qué debería decir. Aun así, prueba un par de palabras, y al no resultar, prueba otro par más, hasta el punto en que comienza a odiar la tediosa voz que repite, una y otra vez, "comando equivocado". Y lo hubiera seguido intentando, insistiendo una y mil veces más hasta poder abrirlo, cuando el ritmo de pasos aproximándose la obliga a desistir. Al levantar la vista, ve a través del espejo la figura de su papá, parado justo detrás de ella.

 Pablo la observa de arriba abajo, deteniéndose justo donde Sara supuso que lo haría. Sería evidente, incluso si él no hubiese visto a Fernando miles de veces con esa campera antes, aún si no se viese enorme en comparación al tamaño de su hija. La reconocería, como lo hizo cuando la vio en la vidriera y supo que era justo para él, la reconocería porque recuerda su expresión de gratitud cuando se la regaló en su cumpleaños. La reconocería, sobre todo, porque la usó la última noche que cenó con él, y el hecho de que Sara la tenga ahora se vuelve casi burlesco, como si estuviesen riéndose de él, ni siquiera a sus espaldas, como lo han estado haciendo todo este tiempo, sino fuerte y claro, gritado en su cara. Si sus manos se convierten en puños cuando lo piensa, es inconsciente de ello.

Para quien quiera abrir los ojosOnde histórias criam vida. Descubra agora