Capítulo 60 "Parte cinco"

149 16 2
                                    

 Fernando no lo niega, no hace intentos por contradecirla, por tratar de convencerla de que está equivocada.
—No, yo no las escribí —admite—. Pero te lo puedo explicar.
 Ella presiona sus labios juntos, niega con la cabeza. Puede explicarlo, por supuesto que puede, pero decidió deliberadamente no hacerlo hasta que se lo cuestionó, y se pregunta si lo hubiera aclarado, en general, si ella no lo hubiera descubierto. No está segura de querer sus explicaciones, ni nada que venga de él. Pero lo escucha, porque no puede alejarse sino arrojándose del auto en movimiento. Pero lo escucha, porque a pesar de todo, quiere saberlo.
—Necesitaba la plata. Yo nunca quise llegar a este punto, no quería esconderme, quería pagar la deuda y sacármela de encima cuanto antes. Pero no tenía cómo, se me estaban acabando las vías, entonces se me ocurrió pedirle ayuda a la única persona que sabía que podía prestarme, y no me lo iba a cobrar bajo amenazas.
—¿Quién?
—Te juro que no lo hubiera hecho si no hubiera estado tan comprometido, era mi última opción.
—¿Quién? —insiste, porque está cansada de sus justificaciones evasivas.
—Sergio.
 Respira hondo y se lleva los dedos a la boca, los dientes a las uñas, palía su ansiedad sin importarle desgastar el esmalte ni el acrílico. Desde que su abuelo entra a la conversación, su estómago da un giro.
 El paisaje a su alrededor se vuelve cada vez más arbolado, el sendero más sinuoso. Tiene un mal presentimiento.
—¿Te prestó?
—No se la llegué a pedir. Fui a hablar con él una noche a su casa, me atendió en bata —acota, el recuerdo le genera melancolía, en sus labios aparece una mueca que apenas llega a ser una sonrisa—, se lo veía cansado, un poco desanimado diría yo. Estuvimos charlando un rato, y entre otras cosas, me preguntó por vos. Al principio como siempre, sin insinuar nada, pero me parece que estaba esperando que le contara sobre nosotros. Al final, fue él el que me terminó diciendo que ya sabía que estábamos juntos.
—Me estás jodiendo —murmura. Ella nunca, jamás, se habría imaginado que él tenía la más mínima sospecha—. ¿Cómo se enteró?
—Parece que no éramos tan disimulados como creíamos.
 Replica la misma frase. "No son tan disimulados como creen" había murmurado Sergio "o capaz tengo el don de adivinar las intenciones con una mirada, y me doy cuenta de cómo se miran". Fernando había bajado la vista al suelo, sintiéndose avergonzado.
Justo como ella ahora, que aparta la vista cuando él la mira de reojo, y la dirige al tapizado del asiento.
¿Y qué dijo? ¿Se enojó?
 Él también había pensado que lo haría. Tenía confianza con Sergio, como colega, como amigo, y aunque lo percibía más como un superior que como una figura paterna, creía que tendría para darle mínimamente un sermón y varias palabras subidas de tono. La realidad, fue contraria a su expectativa.
—Yo no soy nadie para juzgar si está bien o si está mal —había dicho, la bata bordó le cubría hasta los pies. No era un hombre un alto—. Son los dos adultos, pueden tomar sus propias decisiones. Lo importante para mí es que se quieran, que se hagan bien el uno al otro, que sean felices.
—Somos muy felices juntos, la verdad. Ella me hace feliz.
—¿Y ella? ¿Está contenta?
—Quiero creer que sí. En realidad, me doy cuenta que sí, cada vez que me sonríe de esa manera que...capaz es una pavada lo que estoy diciendo, pero siento que esa sonrisa está reservada solo para mí.
 Sus abiertas revelaciones, emanadas de una sensación de confidencia que hasta entonces, no había existido con tal profundidad entre ellos, se vieron suspendidas por una pregunta que tensionó los hilos.
—¿Y si Pablo se enterara?
 Fernando había pensado su respuesta, no podía dar una contestación absolutamente sincera siendo que él era su padre, que no quería ofenderlo, o hacerlo sentir que menospreciaba a su hijo o a su familia, pero consideró también que Sergio, en ese clima de vulnerable intimidad, no se lo habría preguntado si no quisiera saber la verdad, y dijo lo primero que se le había venido a la mente.
—No me importaría.
 Él juraría que vio una sonrisa en su expresión, aunque no haya elevado las comisuras, ni mostrado los dientes, quizás era melancolía, o un sentimiento mucho más recóndito que no supo precisar.
—Hay que ser valiente —le dijo, después—, para animarse a amar a alguien, pase lo que pase.
—¿Qué es el amor sino eso? —había replicado él, con aires filosóficos, probablemente inspirados por el vaso de whiskey en su mano—. Tomar el riesgo sin importar las consecuencias.
—¿Qué es el amor? —repitió Sergio, con la misma influencia espirituosa, como si se lo hubiese preguntado—. Querer tanto a alguien, con todo el corazón, que te hace olvidar cuáles son esas consecuencias.
 Tras esa oración, Fernando había propuesto un brindis, por el amor, por el alcohol, por la familia, por ellos, por la vida misma. Una ironía que aparecería tan solo unas horas más tarde.
—Después me dijo que se quería ir a acostar. Al final no me animé a decirle para qué había ido, nada más nos despedimos, y me fui. Pero esa noche sentí por primera vez el miedo.
 Estaba acostado en su cama cuando recibió una llamada de un número privado. No contestó la primera vez, pero el teléfono no dejó de insistir hasta que aceptó la comunicación. Por unos segundos, la línea se mantuvo en silencio hasta que una voz amigable llegó a sus oídos. Un hombre hablaba con tono animado, incluso parecía simpático mientras le establecía un plazo límite en semanas, horas y minutos, aunque cada una de sus palabras fuera una cruda advertencia sobre toda la información personal que tenían sobre él y sus más cercanos afectos, bajo la cruel amenaza de hacerlos desaparecer si no cumplía a tiempo.
—No pegué un ojo, no pude volverme a dormir en toda la noche. Estaba muy inquieto, así que a eso de las seis, volví a la casa de Sergio para esta vez sí hablar con él. Pero me encontré con...
 Es una imagen que nunca podrá borrar de su memoria, la sangre parecía inundarlo todo, el sillón, la mesa y el suelo, rojo cayó sobre cada objeto en su cercanía, bordó oscuro inundó la alfombra y la tiñó para siempre de negro.
—Fue lo peor que me pasó en la vida. No lo podía creer, habíamos estado charlando como si nada hacía unas horas. Verlo así fue muy fuerte, muy duro, de esas cosas que te marcan para siempre.
 Sara no se lo imagina, no ha querido ver el cuerpo ni siquiera en el velorio, no porque no honrara su memoria, o porque no haya querido despedirse físicamente, tomarle la mano o darle un beso en la frente. Sino que para ella el cuerpo, sin la vida que lo habita, no es más que un cadáver sin alma, y del alma de su abuelo, de su carisma y de su esencia, todavía no ha podido despedirse. Quizás, es un duelo que nunca pudo cerrar porque se mantuvieron desconocidas las circunstancias de su muerte, porque nunca supo quién le arrebató la vida de las manos, si hubo un cómo que encubriera un por qué, y solo se ha dedicado a sentir resentimiento por personas sin rostro cuyo móvil fue un odio irracional.
 Le cree, a su rostro y a su expresión de dolor, no cuestiona que sea cierto la conmoción por la que ha pasado, el trauma que le dejó. Pero las piezas todavía no han terminado de encajar. Fernando no llamó a la policía, no denunció el robo, no le confesó a nadie que estuvo en la casa la noche anterior, mucho menos esa misma mañana, y como para todo, tiene que haber una razón.
—¿Por qué no llamaste a la policía?
—Estaba en shock, no supe qué hacer.
—Tampoco le avisaste nada a mi papá, sería lógico que lo hubieras llamado a él primero. Tampoco dijiste nada de que habías ido a su casa esa noche.
—¿Qué estás queriendo insinuar?
 Ella no lo mira a los ojos, tiene la vista perdida en un punto al que ni siquiera está prestando atención.
—Zóe cree que vos lo mataste.
 Es una forma sutil de manifestarlo, atribuirle a alguien más, por más cierto que sea, un pensamiento que ha ahondado en su cabeza. "Zóe cree", es un decir, porque Sara no quiere pensarlo más.
—¿A vos te parece que eso puede ser verdad? ¿En serio me crees capaz?
 Ella no puede controlarlo, no puede impedir que le caigan las lágrimas, no puede dejar de sentirse desconcertada, no puede, por más que intente convencerse a sí misma, no desconfiar. Le encantaría, desearía más que nada en ese momento poder creer ciegamente en él. Pero no puede, ya no.
—¿Podés probarlo? —le implora, es una súplica, un pedido de consuelo—. ¿Tenés alguna forma de demostrarme que no es verdad?
 Se confunde con enojo la desesperación que lo invade cuando frena el auto con brusquedad, en medio de la tupida arboleda, mientras busca algo en la guantera. Se lleva cruza con varios objetos, papeles, que caen al suelo, a los pies de Sara, hasta que encuentra lo que parecía estar en el fondo, que delinea sus siluetas con una luz azulada cuando la enciende. Sus ojos examinan la pantalla de la tablet en rápidos movimientos de sus pupilas, el sistema de seguridad reconoce su rostro y le da acceso a la evidencia a la que ingresa con un solo toque. Luego, se la cede.
 La imagen es la capturada por la cámara de seguridad del living de la casa de Sergio, la fecha, es la de la noche de su muerte, la hora señala unas pocas horas antes.
 En el video, se los ve a ambos, a Sergio y Fernando, hablando con tranquilidad. Le había ofrecido un vaso de whiskey, el que él aceptó, mientras él tomaba una copa de vino tinto. No oye ni puede leer en sus labios las palabras, pero mira detenidamente como sus vasos comienzan a vaciarse, como Sergio se sirve otra copa a pesar de que no estaba del todo vacía aún. No recuerda que la autopsia haya determinado nada relevante respecto a su alcohol en sangre.
Lo ve irse, a Fernando, y le produce un alivio inmenso que la realidad, hasta ese punto, coincida con los hechos tal cual fueron por él narrados. Pero al vídeo, basado en la barra de duración en el inferior de la pantalla, todavía le quedan horas de contenido, y le surge una duda que ata nudos en su estómago.
—¿Cómo tenés esta grabación? Supuestamente las cámaras no estaban funcionando.
—Tengo un contacto en la empresa de seguridad que me hizo el favor de borrarlas del sistema, y me dejó una copia.
—¿Por qué pediste que las borrara del sistema? ¿Qué hay que no querías que la policía viera?
—Es mucho más complicado que eso.
 No es una respuesta concluyente, o que satisfaga sus inquietudes. Fernando le adivina las intenciones incluso antes de verla deslizar el dedo sobre la pantalla.
—No adelantes el vídeo, no querés verlo. Haceme caso.
—¿Por qué no? ¿Te incrimina? ¿O te voy a ver a vos disparándole?
—Sara, estoy hablando en serio.
—¿Entonces qué? Es verdad que vos tenés el arma, ¿no? ¿No querías que Zóe la encontrara porque tiene tu ADN?
 Él niega con la cabeza.
—El único ADN en esa pistola es el de Sergio.
—¿Qué?
—No sabía cómo decirte esto, creo que nunca voy a encontrar las palabras correctas ni el momento adecuado, pero...a Sergio no lo mataron, él se suicidó.
 Negación, es su reacción inmediata.
—No, mentira. No puede ser. No te creo. No me mientas.
—Anda a la hora cuatro y treinta minutos.
 Ella lo hace, adelanta el video lo más rápido que se lo permite el temblor de sus dedos. La escena que ve le quita el aliento. Sobre la mesa de café yace la botella de vino, vacía, también la copa, y el arma. Alineada con el borde de la madera, como si hubiese sido pulcramente posicionada allí, apuntando hacia él. Sergio la mira, la observa, la acaricia, la examina. Se toma unos minutos, que en ajuste de cámara rápida parecen tan solo unos segundos, y se agacha en el suelo, cae en sus rodillas como si fuera a rezar, pero algo le dice que ya estaba demasiado lejos, o demasiado ido, como para pedir misericordia, para arrodillarse a suplicar perdón por sus pecados, los que hubiera cometido y los que le quedaran por cometer. Pero sostiene el arma en una de sus manos, con un pulso inestable hasta que se sujeta la muñeca con la otra, y aun a la distancia, aun cuando lo está viendo de lado y no puede ver su rostro, su sufrimiento, ni su dolor, mientras la tiene en el aire y hasta que se la lleva a la sien, se da cuenta de que su alma estaba rota.
 Pero en el instante en que aprieta el gatillo, no se atreve a mirar, no podría soportarlo, jadea y se lleva la tablet al pecho, la atesora como si fuera su último suspiro, sus últimas palabras, su último aliento. No hay sonido cuando dispara, cuando la vida en él se acaba y cae hacia el frente su cuerpo flácido y vacío. Cuando Sara vuelve a mirar, Sergio ya se había ido.
—Lo lamento mucho, Sara.
 Intenta alcanzar su mano para acariciarla, pero ella lo rechaza.
—¿Por qué lo ocultaste?
—Estaba en shock, no sabía qué hacer, tenía miedo de que creyeran que tuve algo que ver. La llamé a Leticia porque fue lo primero que se me ocurrió, fue suya la idea de cambiar la escena y hacerla parecer un crimen. Por eso nos llevamos el arma, por eso escondimos cosas para hacer creer que había habido un robo.
—Pero él había querido que fuera así, él quería que lo encontráramos y supiéramos que fue lo que pasó. ¿Quién les dio el derecho a cambiar eso? ¿Por qué lo hicieron?
—Porque nadie iba a creer que se fue sin despedirse.
 Sara no había prestado atención al sobre dorado que reposaba encima de la mesa. Fernando, al principio, tampoco, pero supo que era importante desde el instante en que en él recayeron sus ojos.
—¿Se llevaron la carta? ¿Qué decía?
—No mucho.
 Fernando señala el suelo, uno de los papeles que han caído a sus zapatos sobre el tapizado. Es una tarjeta dorada, con letras escritas a mano en tinta negra, y lo lee bajo la luz de la luna. Es su caligrafía, siempre lo fue.
"Para quien quiera abrir los ojos".
—¿Qué quiso decir con esto?
 Él abre la puerta del auto, pone un pie en el suelo.
—Eso, es justo lo que vinimos a averiguar.

• • •

—Estamos perdidos, ¿no?
 El auto se mueve a la velocidad mínima permitida en la ruta, o quizás un poco más lento.
—No —asegura el hombre, mientras lee el mapa de papel en sus piernas—, quiero ver cuál es la ruta que agarraron.
—No sabemos cuál es la ruta que agarraron, si los perdimos hace 10 kilómetros.
—Por eso mismo, tienen que haber tomado un camino alternativo.
 Si hubiera un camino alternativo, lo más probable es que no saldría en un mapa. Pero Francisco no se lo dice, está perdiendo la paciencia.
—Si hubieras acelerado cuando te dije no los habríamos perdido.
—No era prudente acercarnos tanto, se podrían haber dado cuenta que los seguíamos.
—Y que se den cuenta, no me importa.
—No sabemos qué quieren estos tipos, mejor agarrarlos desprevenidos.
 El hombre aminora la marcha, mientras tanto, Francisco mira hacia atrás; verifica que nadie vaya a chocarlos al ir tan despacio, pero también, le dan una mirada atenta a cada uno de los vehículos que ve pasar. No son muchos, una combi, seguida por un auto rojo, después uno negro, luego, uno gris.
—Son ellos —asegura cuando vuelve la vista al frente, lo reconoce por la patente.
—¿Cuál?
—El auto negro.
—No puede ser que hayan quedado atrás nuestro.
—No sé cómo no los vimos, pero son ellos.
 Él sube de marcha, y acelera, pero no lo suficiente. Francisco nunca ha manejado uno de esos, pero sabe que los autos de alta gama pueden ser mucho más veloces que eso.
—Vas a tener que acelerar más que eso para poder pasar al gris.
—No estoy tratando de pasarlo.
—¿Cómo que no? Tenemos sacar a Zóe de ese auto.
—No hay forma de que podamos hacer eso. Los vamos a seguir hasta que lleguen, y recién ahí vamos a hacerles frente, es la forma más segura.
—La que no está segura es ella, podría estarle pasando cualquier cosa.
 Admite que tiene razón, y él también, tiene la imperiosa necesidad de asegurarse de que esté bien. Baja la mano a la palanca de cambios.
—Fijate en el bolsillo de la puerta —le indica—. Hay unos binoculares.
 Francisco lo hace sin cuestionar, extiende la mano sin perder la vista en el frente y palpa un objeto metálico. Se da cuenta de lo que es sin tener que verlo, pero no sabe si ello le hace sentirse más a salvo, o más inseguro. Lo deja a un lado cuando sus dedos alcanzan los binoculares.
—Esto es lo que vamos a hacer. Voy a acelerar un poco y me voy a cambiar de carril. Te voy a dar un par de segundos para que mires, y te fijes si está todo bien. Va a ser rápido para no llamar mucho la atención. Si llegas a ver algo raro, intervenimos ¿sí?
 Francisco asiente.
—Estate listo —advierte.
 Sin darle demasiado tiempo a prepararse, dobla el auto hasta cambiar de carril, a mano contraria. Ningún vehículo parece aproximarse en su contra, pero Fran tarda en reaccionar y llevar los binoculares a sus ojos, y el foco al auto que va más adelante.
—¿Ves algo?
—Cabezas.
 Desde el cristal de atrás, ese es el nivel máximo de detalle que puede observar. Cuatro cabezas que sobresalen del respaldo, y una quinta, al medio, más baja que las demás. Esa debe ser ella, y justo entonces, se mueve. El hombre, sin saberlo, regresa al carril correspondiente.
—Para, para, es que justo se movió —explica, y a pesar de que el hombre había establecido que iban a hacer la maniobra solo una vez, no se niega, y repite el movimiento.
 Quizás, no debería haberlo hecho, o debería haber tomado las precauciones necesarias, pero no se dio cuenta al volver a cruzar que estaban cerca de una curva, de la que apareció un auto de frente a alta velocidad, y quedan encandilados de blanco.
 Ambos recuperan la respiración, cuando el impacto nunca llega. El corazón les late a mil palpitaciones por segundo, y en un movimiento, el hombre vira el volante que los trae de nuevo a su carril. El margen que los separa del auto es mínimo, son apenas unos milímetros los que impiden una catástrofe. El alivio les arranca un suspiro directo de los pulmones.
—La puta madre.
—Nos salvamos de causalidad.
—Tuvimos suerte —él declara—, no vamos a hacerlo de nuevo.
 Lo oye protestar, aunque lo haga por lo bajo.
—Flaco, casi nos matamos.
—Si hiciéramos las cosas a mí manera...
—Estaríamos muertos. Te estoy haciendo un favor, confía en mí.
—No confío ni en la gente que me crió desde que nací, y a vos apenas te conozco.
—Yo tampoco te conozco, y sin embargo te dejé subir a mi auto. No te digo que te pases de confianzudo, pero tampoco hay que ser tan desconfiado.
 El silencio se torna incómodo, y él tiene el intento de disipar la tensión, de romper el hielo de la forma en que deberían haber empezado, y se presenta.
—Me llamo Luis Turletti, ¿vos?
 Lejos de generar un ambiente de simpatía, lo envía en una espiral de paranoia. Es un impulso, la forma en que la adrenalina se disipa con rapidez por sus venas, sus músculos se mueven sin que su cerebro pueda procesarlo, y sólo es consciente de sus actos cuando tiene una pistola presionada contra el pecho del hombre que conduce. El auto se desestabiliza, consecuencia del susto que le da verlo con el arma en la mano y apuntando hacia él, que apenas puede sostener el volante con firmeza.
—¿Qué hacés flaco? —pregunta, en un tono tan agudo, tan desesperado que la voz se le quiebra y exhala.
—¿Quién carajo sos?

Para quien quiera abrir los ojosWhere stories live. Discover now