Capítulo 26 "Turletti, Luis"

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 La estridente alarma de su celular altera sus sueños, alborotando la pesadilla que estaba teniendo con potentes sonidos. No es casualidad que haya elegido la canción más escandalosa de su lista de música como despertador, la que incluso solía ser una de sus favoritas hace un par de meses. Antes de hacerla su tono de alarma, por supuesto; no hay relación con una canción que resista a darle el poder de despertarle por las mañanas. Sin embargo, tanto tener una estruendosa alarma como abrir los ojos temprano cada día son, en igual parte, sacrificios necesarios.

 Independientemente de que su cabeza ya ha sido despegada de su almohada, su mente continúa vagando entre inconscientes estados de somnolencia, mientras toma con movimientos casi sonámbulos el café de saquito que acaba de prepararse. Va a ser un día largo, murmura para sí mismo, su reloj de mano marcando el minuto exacto en que toma su desayuno todos los días, y si como una excepción a la regla el día de hoy la aguja mayor desacierta en indicar la hora acostumbrada no es producto de una equivocación. Configuró su alarma una hora antes, y se resistió a posponerla por diez minutos seis veces, lo que le resultó aún más difícil, por justas razones: Zóe parece haberlo dejado fácilmente atrás, pero él no está convencido de que nada relevante pueda haber sucedido en el bar, si eso incluyó la presencia de Fernando, sobre todo. Y no pretende quedarse con la duda, no ha perdido nada al llamar al local, pero tampoco ha logrado su cometido. Al hacer preguntas específicas sobre un cliente que había visitado el bar, la empleada que le atendió se escuchó reacia a darle ese tipo de información. Mucha insistencia y promesas de discreción consiguieron que la mujer del otro lado de la línea aceptara hablar con él, pero con una condición: que la reunión fuese cara a cara y en el bar en cuestión.

 Al entrar identifica a la única empleada visible, acomodando botellas detrás de la barra. Es hacia ella a donde decide ir, tomando asiento en el taburete de madera. La mujer, que en su camisa negra tiene la etiqueta de Laura, levanta la vista, sus ojos oscuros apenas pudiendo ver bajo el estorbo de los despeinados mechones de su flequillo.

—Bienvenido a apettite —saluda, con una sonrisa que parece solo protocolar—, ¿qué le gustaría tomar?

 Él se cruza de brazos y los apoya sobre la barra, sosteniendo el peso de su torso sobre ellos. Se ven más musculosos así, y un poco intimidantes, lo sabe.

—Anoche le hablé por teléfono, quedamos en encontrarnos acá para terminar esa charla que teníamos pendiente, ¿se acuerda?

 Su sonrisa se esfuma por completo.

—Me acuerdo, pero como le dije, y le vuelvo a repetir, no es mucho lo que puedo decirle.

 Francisco afila la mirada, buscando los nerviosos ojos de la mujer que no dejan de esquivar la suya.

—¿No me lo puede decir porque no lo sabe? ¿O el problema es que no me puede decir lo que sabe?

 Ella traga saliva, pero se promete a sí misma no dejarse intimidar.

—Ninguna de las dos. Estoy ocupada, y si me disculpa, tengo gente que atender.

 Una rápida mirada sobre su hombro le permite ver al hombre que acaba de llegar, un señor mayor que es probablemente la única persona que podría ir a desayunar a esa hora de la mañana. Deja a la chica tranquila en lo que le toma el pedido, vuelve a la barra y calienta el agua para un té, hasta que la alcanza al hombre a su mesa. Eso no significa que se dará por vencido. 

—Un café por favor —dice, sacando la billetera de su bolsillo.

 De adentro de ella, extrae el billete de más alta denominación que tiene y lo deja sugestivamente sobre la mesa.

Para quien quiera abrir los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora