Capítulo 45 "Siempre hay alguien más"

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 Hay un lugar en el que todos somos libres. Solo que nadie sabe donde está, solo que para cada uno es diferente. Así de abstracto, así de subjetivo es. Porque para algunos la libertad es subirse a aquella torre, la más alta de la ciudad y observarla, pacífica y caótica, a sus pies; para otros es acampar junto a esa montaña, con la belleza de la naturaleza, el silencio de la soledad, y esa sensación infinita, incalculable de tranquilidad y armonía interior. Un país paradisíaco, del otro lado del mundo, donde hace falta conocer un idioma autóctono para comunicarse al hablar, donde no hay nadie a quién mentir, con quién deber fingir, para quién aparentar. Pero la vida a veces es imprevista, y quizás ser libres puede darse en medio de una multitud de personas, en la que nadie contrasta, ni desentona. Donde no hay lugar para sentirse ajeno, donde todo fluye al ritmo de una música cuyo objetivo no es bailar sino dejarse ir, con los ojos cerrados. Y abrirlos, mirar a los costados para darse cuenta que no está solo, que aunque no siempre esté a la vista, que aunque a veces parezca que no exista, siempre hay alguien más. 

 Para Matías, la libertad son las flores y a veces, las luces de colores. Esa noche lo es bailar como si nadie estuviera mirando, con su cabello suelto, con sus rulos alborotados. Meneando la cabeza de lado a lado, cuasi flotando, con una botella de agua en la mano, y la mente en blanco. Los destellos hacen formas entretenidas en su rostro, modifican sus rasgos, dibujan cada una de sus pestañas, largas y curvadas; y cree que podrían contarlas, una por una, perderse en ellas, o acercar su dedo a acariciarlas, a rozarlas suaves y delicadas. Pero lo próximo que percibe no es siquiera cosquilloso, su mejilla impacta contra el cuero de una campera, y se siente rudo, brusco, un poco áspero. También lo es la mirada que el hombre le da luego de chocarlo, y aunque éste voltea después como si no fuera la gran cosa, él tiene un par de razones para no perderlo de vista.

—¿Qué carajo? —había preguntado Lucas cuando ya estaban lo suficientemente lejos del boliche, estacionando a media calle para recuperar el aliento.
 Azul venía mirando hacia atrás, verificando que nadie los siga, pero fuera de un par de sobresaltos que aumentaron en todos la paranoia, nadie parecía venir detrás de ellos. De ella, en realidad. Sara todavía no había abierto la boca.
—¿Quién era ese tipo? —le preguntó Cande.
—No sé.
—Pero, ¿lo conocías?
—No.
—¿Te habrá querido...tipo secuestrar? —interrogó Mati, con bastante poco tacto.
—No sé chicos, no me di cuenta de preguntarle qué quería cuando me estaba tratando de meter al auto.
 Él no la culpó por los minutos de tensión que se generó después de su exhibición de sarcasmo, a decir verdad, todos estaban todavía en shock, o muy preocupados como para elegir con cuidado sus palabras.
 Azul, sin embargo, parecía estar un paso por delante de los demás.
—Me saqué una foto en la puerta del boliche —había dicho, haciendo zoom en la
selfie en su celular. A lo lejos, se veía un hombre parado, mirando fijamente en su dirección—. Está es la cara, ¿lo reconocen?
—Se parece un poco a Fernando —opinó Cande.
—¿Qué? Nada que ver.

 Para probarlo, Sara había buscado una foto suya en su celular, y poniéndolas lado a lado, las diferencias eran más evidentes, y ella admitió que ya no se parecían tanto.

 Matías, que desde el asiento de adelante no había podido ver más que el brillo azul en sus caras, también tenía curiosidad por conocer el rostro de Fernando, de quién mucho había escuchado hablar, pero que jamás había visto.

—¿A ver?
 Sara giró el celular en su dirección.

—Decime si no es el hombre más lindo que viste en tu vida.

 Él se rió de buena gana, hasta soltar una carcajada. Luego negó, sacudiendo la cabeza, y quizás sus ojos se desviaron hacia otra persona mientras lo hacía.

Para quien quiera abrir los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora