Capítulo 59 "Azúcar, flores, y muchos colores"

176 21 6
                                    

 En el aire se respira aroma a rosas, a algún aromatizante de ambiente que acompaña el leve perfume de las telas, acomodadas por color, texturas y diseños en grandes lienzos que se exhiben en las paredes, cayendo desde el cielorraso como si fueran cortinas.
 Una mujer rubia las recibe, con calidez y con un abrazo, de esos que dan las abuelas, de esos que la envuelven en una capa acogedora de la que desearía nunca salir. Le recuerda un poco a su abuela, con sus miles de anillos y sus pulseras que hacían ese sonido cuando movía las manos, sus labios siempre pintados de algún tono claro, y nunca un pelo fuera de lugar. Si hay algo que Alicia De Marchi siempre fue, es una coqueta hasta en las últimas circunstancias, y le trae cierto consuelo en el alma, pese a la tristeza del recuerdo, acordarse de ella acostada en la cama, con sus anillos y sus pulseras, con los ojos y las uñas pintadas. La señora, Beatriz, es más baja de estatura, más rellenita, quizás un poco más mayor, pero el tintinear de sus muñecas sugiere que tenían eso en común.
—¿Les gustaría tomar o comer algo? —ofrece ella que, ya preparada para su llegada, había dejado una pava con agua caliente, saquitos de té y algunas galletitas sobre la mesa, encima del mantel floreado.
 Sara y Zóe lo declinan amablemente, pero su mamá acepta con gusto una taza de té. Después de todo, ella sólo permanecerá sentada en lo que sus hijas hagan las pruebas. Victoria llegó a su taller de costura por recomendación de una amiga de la secundaria con la que todavía tiene contacto, y fue el único entre sus opciones que, con los tiempos tan justos, se comprometió a tener los vestidos de las mellizas, hechos a su gusto y a medida, listos para la fiesta. Esa tarde, es la primera, pero también la última prueba que podrán realizar para hacer ajustes y retoques, a solo una semana de su cumpleaños. Ella tiene toda su fe y confianza depositada en Beatriz, pero las mellizas pueden ser un poco complicadas en cuanto a ropa se refiere, así que ruega además por el polvo de hadas que haga que se enamoren de los vestidos a primera vista, o podrían estar en apuros.
—En un segundo baja Roxana con sus vestidos —dice en lo que le sirve a Victoria el té—. Pero antes, ¿quién es Zóe y quién es Sara?
 Ellas se presentan con la simpatía que, en mayor o en menor medida, las dos han heredado, pero se ven interrumpidas por el sonido de pasos que bajan de una escalera que da a un piso superior, un altillo, de otra muchacha. Ella, bastante más joven y de cabello castaño y lacio, tiene ambas manos ocupadas, cada una con una funda, dentro de las que trae cada vestido.
Pero en el momento en que levanta la vista del suelo, su mirada, en principio amigable, cambia repentinamente de aspecto. Observa a las cuatro mujeres con una expresión cercana al desconcierto, pero la incomodidad solo dura un segundo; la mujer busca sortearlo y disimula su controvertida reacción saludándolas como si nada hubiera sucedido, aunque no ofrece como afecto más que una sonrisa.
—Cuando quieran, podemos ir empezando con la prueba. Este es el vestido de Sara —dice, y estaba a punto de abrir el estuche que lo recubre cuando la chica más rubia de las dos se acerca a ella y evita que baje el cierre. Esa debe ser Sara, entonces.
—Ellas no lo pueden ver —dice, refiriéndose a su melliza y a su mamá—, es una sorpresa.
 Beatriz mira de reojo a Victoria, y ella hace un gesto de resignación. Cuando presentaron los diseños, en sobres cerrados, Sara insistió en que no quería que nadie viese cómo sería su vestido. En consecuencia, Zóe no la dejó a ella ver el suyo, pero si se lo mostró a su mamá, quien de cierta manera aprobó su vestuario. Victoria no cree que Sara vaya a vestirse de manera inapropiada o extravagante, pero debe admitir que le inquieta un poco.
—Entonces, nosotras podemos quedarnos acá abajo con el vestido de Zóe —propone Beatriz—, y ustedes con Sara vayan a arriba, para mantener la sorpresa.
 La chica solo asiente, lo que resulta seco de su parte, y le cede el paso a Sara para que suba primero las escaleras. Mientras se alejan, oye a Beatriz murmurar, pese a que quiso ser cautelosa y debe haber pensado que no la escucharían: "Qué raro, Roxi siempre es tan simpática. Algo le debe andar pasando".
 El cuarto de arriba no está precisamente preparado para la atención al público, las telas y máquinas están acomodadas de manera mucho más funcional y cómoda para el trabajo, lo que hace que el espacio se vea más desarreglado, y menos decorativo, pero cuenta con un espejo amplio que le permite verse de pies a cabeza, y un pequeño probador a donde Roxana la dirige primero para cambiarse. Ella es amable, le sostiene la puerta mientras se cambia, la ayuda a caminar con el vestido hacia el frente del espejo evitando que toque el suelo. Lo deja caer con delicadeza, alisa las arrugas pasando sus manos con suavidad. Es parte de su trabajo también la cordialidad, pero Sara no ha podido evitar notar su mirada, el rechazo que emana de sus ojos cada vez que recaen en ella o en sus gestos, y aunque entiende que no puede caerle bien a todo el mundo, no deja de impresionarle percibir tanta antipatía de una persona que apenas conoce, y que apenas la conoce a ella. No comprende, de dónde puede haber sacado todo ese resentimiento si ni siquiera sabe quién es. Pero quizás si lo sabe, quizás ha escuchado de ella, quizás su mamá le contó a Beatriz algo que puede haber llegado a sus oídos, quizás ha estado viendo las noticias, o quizás lo ha deducido. Pero hay algo que le hace sentir que lo sabe, y la está juzgando por ello.
—No hace falta que me mires así. Yo no hice nada malo — declara, de brazos cruzados.
Roxana, que había ido a buscar aguja e hilo a uno de los cajones, y la cinta métrica que se cuelga al hombro, frunce el ceño.
—¿Cómo te estoy mirando? —pregunta, y se acerca, probablemente para demostrarle que no tiene tal problema con ella.
—Como si fuera una mala persona. No lo soy. Yo no lo hice.
 Ella, agachada a sus pies para hacer una costura al final de la tela, se encoge de hombros.
—No tengo idea de qué estás hablando.
—¿En serio?
 Sólo asiente, sin sacar la vista del bordado, y Sara reconoce que la puede haber leído mal. Quizás es ella la que está paranoica de más, pero está segura de que no se ha imaginado la mala forma en que la estaba mirando.
—¿Y por qué te caigo mal entonces?
 La oye suspirar.
—Apenas te conozco Sara.
—Por eso mismo. En general la gente primero me conoce, y después le caigo mal.
 Ella se ríe, aunque lo disimula, y se pone de pie para acomodarle la tela debajo del escote.
—Perdón si te puse incómoda o te hice sentir mal —dice, lo que al mismo tiempo implica que está admitiéndolo—, a veces me ganan los prejuicios.
 Eso último, es apenas un murmullo, mientras se coloca detrás de ella, hasta casi desaparecer en el espejo tras su figura. La cintura le queda un poco suelta, pese a que le tomaron las medidas hace algunas semanas, pero ella no le pregunta si está comiendo menos de lo habitual. Solo toma el sobrante de tela y lo estira hacia atrás, de forma que se ajusta a su cuerpo, acompaña sus curvas, y se le ve honestamente espectacular.
 Lo cierto es que su vestido no tiene nada de impresionante o revolucionario, ni azúcar, ni flores, ni muchos colores, pero le divierte la idea de mantener ese velo de misterio hasta la noche especial. Sí es muy bonito, de color champagne con bordados y lentejuelas doradas que forman patrones, un delicado escote de corazón que deja sus hombros al descubierto, contrastando con su tono de piel ligeramente bronceado. La caída es sencilla, de una tela suave y apenas voluminosa; no quiere parecer una quinceañera, pero tiene la ilusión de guardar su corte favorito, el estilo sirena, para su boda —si es que se casa alguna vez, ella no es así de tradicional, pero cualquier tipo de unión es motivo para celebrar a lo grande.
 Cuando se ve con el vestido puesto, tal y como lo imaginó, le parece precioso. Pero todavía no es perfecto, y le indica a la modista un par de retoques de su preferencia; le gustaría que se viera un poco más suelto en la zona de sus caderas, simulando más volumen del que realmente tiene por detrás y el cierre le incomoda un poco, haciéndole picar en la piel. Roxana la escucha sin comentarios ni objeciones, e inicia su labor, empezando por hacer pequeñas punzadas en la tela sobrante.
 Mientras tanto, Sara intenta no moverse mucho, aunque se le hace dificultoso estando parada, y manteniendo su postura lo más derecha que puede, sin tener donde apoyarse o sentarse a descansar a pesar de que solo llevan unos minutos; y sin otro sonido que el de la charla, que se oye lejana, de las mujeres abajo, ni siquiera una música con la que poder tararear aunque no sepa la letra. Es el silencio, más que todo lo demás, lo que la impacienta.
—Así que, prejuicios —dice, es un mal intento de iniciar una charla amena.
—No me lo tomes a mal, es que este es un taller más sencillo, un emprendimiento familiar, y no suele venir gente tan...distinguida.
 Ignora el particular adjetivo porque no cree querer saber a qué se refiere con eso, pero encuentra en su respuesta un hilo del que tirar.
—¿Es un emprendimiento familiar? ¿Beatriz es tu mamá?
 No lo creyó en un principio, porque físicamente no se ven muy parecidas. Y de hecho, no estaba equivocada.
—No, Bea no es mi mamá, es más como mi hada madrina.
 Aunque tiene ambas manos ocupadas y la vista enfocada en las puntadas, se le dibuja una sonrisa.
—Qué dulce, como la cenicienta.
—Sí, pero sin zapatos de cristal, y con muchos más problemas que buscar que un príncipe me pusiera atención.
—¿Tenés hijos?
 Esa, no es solo una suposición. Sobre el mismo mueble en que se encuentran los cajones, hay varios portarretratos, y en ellos, diferentes fotos la muestran a ella con dos chicos. Uno aparenta una edad cercana a la de Sara, el otro es mucho menor.
 Esta vez, la modista sí levanta la vista, y observa qué es lo que ella ha mirado, antes de responder.
—Sí, tengo dos.
 Sara la nota un poco reacia, quizás es un tema delicado, quizás prefiere no dar muchos detalles de su vida privada. Pero entonces divisa dentro de un portarretratos, la foto de uno de los nenes más tiernos que ha visto. Tiene una remera a rayas azules, abajo sólo un pañal, y el cabello castaño de su flequillo le cae sobre los ojos cuando se ríe, formando hoyuelos en sus mejillas, y le es imposible exclamar al menos un comentario de pura dulzura.
—¡Qué bebé tan hermoso!
 El rostro de la mujer se enternece, y no se resiste de traer la foto para mostrársela más de cerca.
—Se llama Tobías, es precioso, ¿no? Pero queda mal si yo lo digo.
 Ambas se ríen.
—¿Cuántos añitos tiene?
—Once meses, va a cumplir un año dentro de muy poquito.
—Es un amor.
—Es un travieso —dice, y cuando vuelve a dejar el cuadro, ese brillo ni desaparece de sus ojos—, nunca se queda quieto.
—Se le nota en la cara. ¿Y el otro? ¿Es más grande?
—Sí, Francisco tiene veinticuatro.
 Le asombra el número, ella no aparenta más de 40 años, si es que los tiene.
—Es bastante la diferencia.
—Yo era muy chica.
—¿Que tan chica?
 A pesar de lo invasivo de la pregunta, y aun cuando creía que no iba a contestarle, Roxana se sincera con ella.
—Tenía 16 cuando quedé embarazada.
 Sara exhala. Se imagina a sí misma con esa edad, tan inexperimentada y tan ingenua. Tan joven, tan poco preparada para asumir las responsabilidades que ser madre implica.
—¿Qué dijeron tus papás?
—De todo, se enojaron muchísimo, dijeron que era mi culpa por ser una cualquiera, o algo así. Por suerte ya ni me acuerdo.
 Se lo imagina, sus papás también le habrían dicho todo menos felicitaciones.
—¿No pensaste en...no tenerlo?
 No puede hablar cuando no ha estado en esa situación, en su experiencia tomando pastillas anticonceptivas no ha tenido más que un par de sustos y no muchos descuidos, pero cree, se imagina, presume, que de ser el caso, lo pensaría mucho y detenidamente antes de tomar una decisión.
 Ella niega.
—Mis papás no querían que lo tuviera, querían obligarme a abortar. Pero yo no quería que me obligaran, yo quería que fuera mi decisión. Quisiera que todas, elijamos lo que elijamos, tengamos la oportunidad de decidir.
 Sara no podría coincidir más. Sus padres tienen contactos, conocen gente, tienen amigos que sabrían cómo ayudarla. Sabe, porque conoce también mujeres en su círculo cercano que han tenido la oportunidad, en un hospital, con un médico, con sanidad y seguridad. Que no tuvieron que sufrir las consecuencias que la sociedad les impone, la reprobación, la crítica, la condena. Tampoco, ha estado en riesgo su vida. Pero sabe, que esa es la suerte de pocas, y es absolutamente injusto.
—Pero bueno, ellos no lo veían así, y si algo me dejaron claro es que mientras viviera bajo su techo tenía que pensar como ellos, o irme.
 Aunque apenas alude a ello, comprende lo que significa, y la desborda de tristeza.
—¿Te echaron de tu casa?
 Es complicado de determinar si fue así, si ellos fueron los que la echaron o si se fue por sus propios medios, porque en ningún momento pusieron todas sus pertenencias en la calle y le cerraron la puerta, pero no dejaron de presionarla hasta que hasta que ella se marchó.
—Terminé el secundario, y me fui con el bebé. En ese momento estaba trabajando, tampoco es que me dejaron a la deriva, pero nunca volví, y ellos no me fueron a buscar.
—¿Ahí fue cuando empezaste a trabajar con Beatriz?
—No, trabajaba en un bar, las condiciones de trabajo no eran las mejores, pero me alcanzaba para pagarnos un lugar para vivir, una señora del barrio me hacía el favor de cuidar al bebé cuando yo no estaba, y podíamos comer.
—¿Y cómo fue que terminaste acá?
 Ella suspira.
—No me duró mucho ese trabajo, con mi hijo tan chiquito, me era difícil cumplir con los horarios. Y a partir de ahí, todo se puso más complicado, seguí trabajando, peor cada vez me era más difícil encontrar algo que me ayudara a mantenerme, no tenía la estabilidad que necesitaba, y tuve que dejar el lugar donde vivía. Fue una época horrible, estaba tan desesperada.
 Esa, es sólo una versión cubierta con una capa de azúcar, la parte menos lastimosa de la historia. No le cuenta de las noches que pasó sin un lugar donde quedarse, cuando sólo le alcanzaba para una guardería y ella no tenía más opción que dormir en la calle, no le detalla los bares, plazas y restaurantes que frecuentaba en busca de colaboraciones o comida. Ya no llora, frente al relato ni al recuerdo, sus experiencias la han hecho fuerte, a la fuerza, pero incluso las personas más duras deben aceptar dónde está su debilidad, aunque deban llegar al límite antes de admitir que ya no pueden más.
—Tuve que pedir ayuda, ya no me importaba mi orgullo ni mi dignidad.
—¿Volviste con tus papás?
 Sacude la cabeza, baja la vista al suelo.
—Fui a buscar al padre de mi hijo. Nunca se lo había dicho, no había vuelto a verlo desde que me enteré que estaba embarazada. Él era un poco más grande que yo, y mis papás me habían cambiado de colegio para que no me lo volviera a cruzar. Pero no teníamos nada, lo nuestro no había sido nada serio.
 Se recuerda a sí misma, tan pequeña y desamparada, muerta de miedo, frente a las imponentes rejas de la casa. Era un símbolo, de poder y de aristocracia, marcaban no solo los límites de la gran mansión, sino, además, la diferencia entre los que pertenecían a esa sociedad, y los que nunca tendrían un lugar allí dentro. Por eso es que le sorprendió tanto cuando un hombre se le acercó con amabilidad y le abrió las puertas.
—Él apareció como, mi ángel de la guarda. Me invitó a pasar, la casa tenía un jardín precioso y nos sentamos en un banco a charlar.
 Era primavera, cuando la luz del sol todavía no estaba tan potente y se sentía agradable sobre su piel. Francisco corría divertido, escondiéndose entre los arbustos Hablaron mucho, hablaron de todo. El hombre, que se presentó como Luis, le contó que la persona que estaba buscando ya no vivía ahí, que esa era la casa de sus padres. Le contó que el papá de su hijo tenía una novia, que estaba embarazada y se estaban por casar. Pero, sobre todo, la escuchó, como nadie nunca la había escuchado, le prestó atención a su historia y a su situación, por la que le habían cerrado la puerta en la cara tantas otras veces. La comprendió, entendió el motivo de sus plegarias y aunque ella no había ido a dar pena ni lástima, aceptó la ayuda ni bien él se la ofreció.
—Él tuvo la gentileza de hacerse cargo de la mantención de mi hijo. Nunca voy a poder terminar de agradecérselo.
 Había sido un alivio, después de tanto sufrimiento, había sentido que podía comenzar a respirar sin culpa otra vez. La mantención era generosa, le permitió alquilar un departamento y afrontar los gastos básicos.
—Luis venía siempre el primer domingo del mes, se quedaba a almorzar, jugaba con mi hijo. Era como el padrino que nunca pudo tener. Hasta que dejó de venir —murmura, con pesar, porque todo lo que cae del cielo, algún día se termina, pero no tiene nada que reprochar—, pero la plata nunca faltó.
 Aun con las necesidades de su hijo cubiertas, no podía darse el lujo de dejar de trabajar. Fue así, en su búsqueda incesante, que encontró a Beatriz. Llegó a su taller sin conocer nada de costura, pero estaba dispuesta a aprender. Ella le dio el trabajo, le enseñó a coser, a bordar, a hacer las prendas más bonitas. La arropó bajo su ala protectora, se convirtieron en una familia, aunque no hay lazo sanguíneo que las una. Ningún lazo es más duradero, más verdadero y más real que el auténtico amor.
—Las cosas, por fin, habían empezado a mejorar —cuenta—. En ese momento me parecía imposible, pensar que ahora tengo una familia que me apoya, y una casa en la que vivimos dignamente.
 Su tono de voz se vuelve más suave, también la expresión de su rostro. Es la manifestación de una melancolía que ya no le trae malos recuerdos, en la que ya no sufría por las noches y peleaba por un plato de comida cada mañana. Le recuerda que pese a haber estado en el punto más desalentador de su vida, pudo levantarse y seguir adelante, nunca perdió las esperanzas, jamás se dio por vencida. Pero sabe que tuvo suerte, pese a que todo su esfuerzo no fue en vano, y no niega que sea esa la razón por la que siente tanto rechazo por aquellas personas que siempre lo tuvieron todo, porque son inconscientes frente a lo mucho que tienen; que es por eso que tiene tanto miedo de perder lo que posee, porque ella sí sabe lo que es no tener nada, de nada.
 A Sara le alegra, profundamente, de verdad. No quiere siquiera imaginar por todo lo que ha tenido que pasar para llegar a donde está ahora. Es una historia de superación, pero también es una dosis de la realidad, porque Sara está también allí, de pie, y no ha hecho nada más que nacer en un lugar privilegiado, en una familia que la recibió con alegría y en una cuna de algodones, con una madre que la deseó desde el segundo en que el test le dio positivo, y un padre que la amó y se hizo cargo de ella desde el principio. Le resulta injusto, aunque sabe que existen, circunstancias que difieren de ello, porque cada persona merece los mismos derechos que ella ha tenido.
—¿Y qué pasó con el papá de tu hijo? ¿Nunca se enteró?
—No, acordamos con Luis no decírselos, ni a él ni a mi hijo. En ese momento me pareció que era lo correcto, y valía la pena a cambio del dinero, pero nunca rompí esa promesa porque tenía miedo de perderlo, y Francisco todavía no puede perdonarme.
—Estoy segura de que si supiera todo esto, lo entendería.
 No quiere entrometerse en su vida, no es su intención cuestionarla por sus decisiones, y aun así, aunque es una situación ajena a ella, que en lo más mínimo le concierne, le revuelve un sentimiento en lo más profundo de su ser que no la deja tranquila.
—Pero, si me permitís el consejo, creo que merecen saberlo, los dos. Capaz que su papá quiera conocerlo, quiera recuperar todos los años que perdieron.
—¿Cómo podría hacerlo, después de tanto tiempo? Nadie me va a creer, él ni siquiera se debe acordar de mí.
—No va a hacer falta que te crean si tenés un ADN.
—Pero, podría destruir a una familia entera. ¿Cómo crees que tomarían la noticia? ¿Cómo la tomarías vos, si de repente te aparece un hermano? ¿Cómo la tomarían tu papá, tu mamá, tus hermanas?
—Sería raro, supongo, al principio, no sería fácil acostumbrarnos. Pero lo aceptaríamos, con el tiempo. Lo haríamos parte de nuestra familia, porque lo sería.
—Sara...
 Su voz se apaga, al ser interrumpida, pero la seriedad de su mirada, la prudencia de sus gestos, le sugiere que estaba a punto de decirle, o pedirle, quizás, algo importante.
 La interrupción se debe a Beatriz, que entra tapándose los ojos "para no arruinar la sorpresa" lo que es un chiste, en realidad, porque ella misma ha confeccionado el vestido; y les avisa que Zóe ya terminó con su prueba, y que Victoria convoca a Sara para irse. La mujer no las deja a solas mientras Sara se cambia de ropa, ni cuando guardan el vestido de nuevo en la funda, pero bajando las escaleras, ella aprovecha la oportunidad de susurrar, mirando a Roxana a los ojos:
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte?
 Ella niega, pero lo agradece.

Para quien quiera abrir los ojosWhere stories live. Discover now