Capítulo 60 "Parte tres"

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 —¡Basta!
 El paso de los segundos se ha suspendido, las respiraciones se entrecortan, se mantiene, el aire en sus pulmones porque ninguno sabe, con certeza, si volverán a respirar. Pero su corazón todavía late, palpita enérgicamente como si fuera a salirse de su pecho, o explotar en mil pedazos. No pierde la vista, no deja de mirar a su alrededor a pesar de que solo puede ver verde, en cualquier dirección en la que repose sus ojos, y agua, en cuya inmensidad contempla una hipotética escapatoria, aunque imposible, irreal. Hacia ella se dirigen todas las miradas, los ojos abiertos, alarmados, las pupilas dilatadas, el sufrimiento, pese a que ninguno puede moverse cuando se ven obligados a mantener las manos en alto.
 Cierra los ojos, frunce el entrecejo y la nariz, con empeño, con el deseo de que desaparezca. Cierra los ojos e imagina estar durmiendo en su cama, soñando que está despierta. Cierra los ojos y piensa en la alegría, en la euforia que la rodeaba hace tan sólo unas horas, unos cuantos minutos, miles de segundos que se sienten tan remotos, como si hubiesen sucedido en otra realidad o en otro planeta. Lo fue, de algún irrevocable modo, porque ellos ya han pasado al otro lado del espectro, pero no hay un espacio en su experiencia o en su vida donde pueda verlo reflejado. Le pesa en el alma, como un dolor todavía no asimilado, que pegará más profundo con la luz del día, que será más ineludible, menos excusable, cuando le dé el sol.
Piensa en los hechos y en los sucesos, las decisiones y los errores que los han llevado a ese lugar, a ese momento, a ese instante caótico en el que el control está a la deriva, y la vida a su merced.
 Es el sonido de un disparo, el que pone fin a sus pensamientos.
 Después de todo, fue culpa suya.

• • •

 Euforia, o una sensación similar, se propaga por su cuerpo mientras baila en el medio de la pista acompañada por sus amigos haciendo una ronda en la que, por casualidad o a propósito, ha quedado en el medio. Pero no se siente sola, ni se siente intimidada, no le disgusta ser el centro de atención, en alcohol que fluye dentro de su organismo se ha evaporado su sobriedad, su inhibición, pero si es honesta, no le importa estar atrayendo todas las miradas mientras perrea hasta abajo, hasta casi tocar el suelo. Está divirtiéndose, está pasándola bien, y eso es lo único que importa esa noche, piensa mientras se acerca a la barra y pide otro de, ya varios, tragos. Daiquiri preparado suave es el reemplazo del campari que eligió no tomar, y le dan un largo sorbo con la bombilla en lo profundo de su garganta, cuando alguien reposa en ella una mano sobre su hombro.
—No vayas a tomar mucho, ¡eh!
 Sara mira a su mamá como si no pudiera creer que esas palabras acaban de salir de su boca. Ambas, y toda persona que la conozca, saben quién tiene más tendencia a emborracharse de las dos.
—¡Mira quien habla! —dice, de pura gracia, aunque lo hace sonar como un reproche.
 Sin embargo, cuando el barman deja sobre la barra lo que Victoria había pedido minutos antes, sí que se preocupa en verdad.
—¿Tres vasos mami? ¿No será mucho?
 Ella sostiene los tres, haciendo un equilibrio inestable, aún cuando su hija tenía la esperanza de que no fueran suyos, pero se excusa diciendo que son para compartir con Pablo, lo cual es...probable que sea cierto, aunque al darle una mirada a su papá, y verlo bailando con sus amigos del trabajo, de esa manera descoordinada y fuera de ritmo, solo puede significar que él, también ha roto la barrera de la formalidad, alcohol de por medio. Sus papás pueden parecer las personas más serias y aburridas de la familia, pero quien lo diga, es porque no los ha conocido borrachos y cantando al ritmo de YMCA en el medio de la pista.
 Para cuando cae en la cuenta de que ya ha tomado la mitad de su trago, se encamina a volver a la ronda con sus amigos, pero Zóe la aparta a un lado.
—¿Por casualidad tenés un tampón a mano? —le pregunta, por lo bajo.
 Ella se lleva las manos instintivamente a la altura de los bolsillos, para darse cuenta que no tiene, ni tampones, ni bolsillos.
—No, no traje. ¿No hay en el baño?
—No, toallitas nomás. Le había pedido a mamá que me traiga, pero se los dejó en el auto.
 Entonces, sí tiene. El motivo por el que se dirigió a ella le resulta todavía una incógnita.
—¿Me harías el favor de ir a buscarlos?
 Ella rueda los ojos, debería habérselo visto venir.
—¿Por qué no vas vos?
—Porque justo me estaba por sacar las fotos con mis amigos, las que vos te sacaste antes —explica, y súplica después—. Dale, porfa. No te cuesta nada.
 Suspira, pero se da por vencida. Dirá que lo hace porque, de paso, aprovechará para tomarse la pastilla, insistirá en que conste que lo hace en su propio interés y que no es un favor, pero en el fondo, ambas saben que es esa su manera de agradecerle, de a poco, por pequeño que sea, por todo lo que Zóe ha hecho por ella.
—¿Tenés las llaves del auto?
—No, papá me dijo que lo dejó abierto, en el estacionamiento.
—Okay, cuidame el vaso. ¿Avisas que ya vuelvo?
—Sí, dale —asiente mientras la ve alejarse—. Gracias.
 Ella le guiña el ojo, y desaparece detrás de la puerta trasera, pero Zóe no da aviso alguno, y se muerde el labio con nerviosismo. Hay una voz en su interior que le dice que todo va a salir bien, y otra que insiste en que debería intervenir. No sabe a cuál obedecer, y toma un largo trago que lejos de ayudarla a decidirse, sólo la confunde.

Para quien quiera abrir los ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora