Capítulo 24 "Sobre las sábanas de fina seda"

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 La puerta se abre de un impulso justo antes de que Zóe tome el picaporte, y agradece que sus reflejos actúen los suficientemente rápido para evitar que ésta se choque con su frente, frenándola con su mano.

 Del otro lado de la madera, Francisco, que, con ambas manos ocupadas por una pila de cajas, usa su espalda para empujar la puerta, está intentado descifrar qué es lo que está obstaculizando su paso. Vuelve a empujar, pero al seguir ofreciendo resistencia, asoma la cabeza, con una expresión de confusión que en un segundo se transforma en mortificación al ver de qué, o quién, se trataba.

—Perdón Zóe, no me di cuenta que estabas ahí —se disculpa, preguntándose por qué en cada uno de sus encuentros hace el ridículo frente a ella—. ¿Te lastimé?

 Ella niega, restándole importancia.

—¿Recién llegas? —pregunta, viéndolo con las varias cajas en mano.

 Fran sacude la cabeza.

—No, me estoy yendo en realidad, tengo que hacer unas entregas —aclara—, pero me olvidé las llaves del auto adentro. ¿Vos estás de paso?

—Sí, vine a hablar con mi papá, pero... —dice, pero no ni siquiera se molesta en terminar esa oración, poco le apetece hablar de lo desanimada que se siente por cómo han acontecido las cosas con él, por su continua falta de tiempo, y su cada vez presente desatención— ya me estoy por ir también, aunque todavía tengo que conseguir un taxi.

 Sólo lo comenta, como una bienintencionada acotación que no pretendía en absoluto obtener un beneficio. Sin embargo, cuando él propone llevarla, la idea no suena para nada mal en sus oídos y, de hecho, acepta su oferta, prometiéndole, por mucho que él insista en que no le es problema, que será la última vez, lo que alivia un poco su incomodidad personal de sentirse interesada. En ocasiones las personas resultan útiles, pero esa no es excusa para sacar ventaja.

• • •

—¿Por qué me lo preguntás? —Matías cuestiona, con genuina curiosidad de cuál podría haber sido el motivo que puso ese pensamiento en su mente—. No me digas que viniste acá porque encontraste esta dirección escrita en tu pared.

 Lo comenta con ironía, en tono de broma, como si estuviese hablando de la circunstancia más descabellada el mundo. Pero, al ver la expresión de Sara, se arrepiente; no de haberlo preguntado, sino de implicar que es absurdo. Si hay algo que ha aprendido de ella en tan poco tiempo, es que una caja de sorpresas, difícil de predecir.

—Puede que sí como puede que no —dice, encogiéndose de hombros para hacerse la desentendida, como si no tuviera 'culpable' escrito en la frente.

 Ante ello, Matías lo da por sentado.

—Entonces, ¿qué tenemos hoy? —pregunta, frotando sus manos entre sí con entusiasmo. Él parece disfrutarlo, como si fuese una especie de juego. Quizás lo es— ¿Otra vez el alfabeto radiofónico? ¿O ahora es el griego?

 Sara exhala, sintiéndose bastante desorientada. Si pretendía que al tomar el trago mágicamente apareciera alguien a explicarle por qué está allí, debería haber tenido expectativas más realistas.

—Ninguno, nada más que un campari arriba de la mesa. 

—¿Te das cuenta de que literalmente hay un campari arriba de la mesa?

 Por supuesto, lo está viendo con sus propios ojos, pero para su sorpresa, él apunta hacia el techo.

—Las luces están hechas con botellas de alcohol, y justo la de esta es una de campari.

 Justo, y, por casualidad, no son las expresiones que ella utilizaría, cuando levanta la vista, usando su mano para tapar el foco y evitar encandilarse. La botella cuelga en el centro de la mesa y por encima de sus cabezas, y no tarda en darse cuenta que tiene una particularidad. Esa, en contraste con las demás, tiene una cuerda anudada a su alrededor.

—Sos un genio, Mati —dice, todavía mirando hacia arriba—. Me parece que puede haber algo atado a la botella. Si me subo a la silla, seguro lo puedo alcanzar.

—¿Querés que me fije yo?

 Antes de poder decir que sí, o que o no, él ya está de pie. En altura, la sobrepasa por fácilmente una cabeza y hasta un poco más, por lo que la lámpara queda apenas unos centímetros por encima de sus ojos, y desde esa posición puede ver que, en efecto, hay algo allí. Algo, entendido como un sobre dorado, que por la manera en que está atado, se amolda a la forma curva de la botella. El nudo que lo sujeta está demasiado ajustado, tanto que le cuesta desatarlo aun cuando está poniendo todas sus fuerzas en ello. Se da cuenta así de que no es una cuestión de fuerza bruta, sino de ejercer presión con la mayor precisión posible, lo que sería más fácil si tuviese uñas largas, lo que le resulta indudablemente difícil porque, justo hoy, las trae al ras de sus dedos.

 Al oírlo preguntar, ella baja la vista a sus manos, preguntándose si el acrílico en sus uñas resistirá a la fuerza. Sin embargo, al pararse a la altura de Mati, y observar la cuerda más de cerca, se da cuenta de que no las necesitará en absoluto. Está atada con un nudo marinero, el que le costaría nombrar con exactitud, y que lo más probable es ya ni siquiera recuerde cómo se hace; su familia tiene un par de vehículos acuáticos —los que solían usar mucho cuando pasaban veranos en las sierras, cosa que llevan años sin hacer—, y por cuestiones de seguridad, toda persona que los manejara debía aprender a hacer esos nudos. Quizás ya no sabe atarlos, pero si hay algo que ha aprendido, es que, a pesar de ser firmes y aguantar mucho peso, son también sencillos de desatar. Sólo le toma tirar del extremo de la soga que quedó suelto para desajustarlo por completo, y el sobre dorado se desprende de la botella, sobrevolando la mesa hasta caer a los pies de Matías. 

—¿Necesitan algo? —una voz se interpone entre ellos, la que viene delmozo, quien porta una clara interrogación en su rostro que no se ve para nadaamigable. 

—La cuenta —ella es rápida en responder; en primer lugar, porque cree que esa fue su manera amable de preguntar "¿qué están haciendo?". En segundo, porque el sobre que yace en el suelo le causa más curiosidad que las ganas que tiene de quedarse a seguir tomando una bebida que ni siquiera le ha gustado—, por favor.


 Afuera, mientras espera que Matías pague —habiendo aportado con un billete que probablemente cubra más que su parte de la cuenta—, Sara no puede resistir su ansiedad. La luz natural está bajando ya, sin embargo, ayudada por la iluminación artificial que se cuela por las ventanas y se refleja en el sobre dorado, puede verlo con claridad. Es sobrio, sin inscripciones, sin dedicatorias, sin ningún relieve más que la solapa que, a pesar de estar sellada, basta con sólo tirar de ella para poderla abrir. Dentro, hay una foto, a la que sólo podría describir con un adjetivo tan exacto como específico. En ella aparece una puerta, de madera grisácea, de la que no se ve mucho más que su picaporte, el crudo de la pared que la rodea a ambos lados, y su número. "Habitación 218" murmura, con la esperanza de que al ponerlo en sus labios le de algún tipo de sentido. Se pregunta cuántas habitaciones, de cuántos hoteles, con ese número habrá en la ciudad. La respuesta parece ser demasiadas.

 Pero, y agradece haberlo notado antes de pensar en tirar el sobre a la basura, no es lo único que hay dentro. En el fondo se asoman las esquinas irregulares de un papel mal recortado, el que le trae directos recuerdos de aquél que se le ha cruzado hace unos días atrás. Pero las diferencias al instante son apreciables, como lo es papel, más blando y ligero que el anterior; más amarillo, también, lo que podría indicar que fue escrito hace más tiempo. Así como la caligrafía, que se distingue de la desprolija mayúscula por ser una delicada cursiva. Por último, el escrito, lejos de ser un encriptado mensaje, se asemeja a la armonía de una poesía.

"Sobre las sábanas de fina seda,
se confiesan los más dulces versos,
los que la pasión los vuelve un pecado
los que en otros oídos se oyen perversos."

Para quien quiera abrir los ojosWhere stories live. Discover now