Capítulo 41 "Candelabro"

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 Una rama se quiebra bajo sus pies, y la baja la vista al suelo, por el que ha caminado tantas otras veces, desde que sus pies eran bastante más cortos, y sus zapatos no la elevaban tanto sobre el nivel del suelo. Su vista se pierde en el patrón que dibujan las baldosas en el camino, y así lo prefiere; caminar con la cabeza gacha, porque sabe que mirar al frente sólo le traerá el recuerdo lejano de lo que alguna vez fueron quienes ya no están. La nostalgia de saber que la última vez que visitó la casa, no estaba deshabitada, no estaba vacía. Y quizás, todavía no está lista para afrontarlo. 

 Francisco camina detrás de ella, y sus ojos brillan de admiración. La mansión se luce en toda su majestuosidad, con sus grandes ventanales, con las columnas que encuadran la puerta, y sostienen un elegante balcón. El exterior es impecablemente blanco, y contrasta con la vegetación, que parece haberse salido un poco de control después de meses sin mantenimiento, pero aún con el pasto entrometiéndose en el camino, y las enredaderas comenzando a treparse más allá del límite de las paredes, puede imaginar que debe haber sido, en su máximo esplendor, un lugar realmente precioso. Y es allí, en la línea del recuerdo y su imaginación, que se dibuja su desconcierto, porque quizás fue en sus sueños, o en una película al azar, pero en su mente aparece, con una suerte de deja vú, la imagen de ese mismo paisaje. Con la diferencia de que la recuerda mucho más grande, con las columnas más altas, las estatuas más imponentes, y la escalera que da paso a la puerta principal, con muchos más escalones. Lo cierto es que sólo tiene unos siete, y al subir hasta el último de ellos, le da una mirada a la baranda, sintiendo que a su niño interior le gustaría tirarse de ella, a modo de tobogán. Quizás lo hizo, hace muchos años, y terminó con las rodillas raspadas, aguantándose las lágrimas de dolor, porque no quería hacer enojar a su mamá, que le había dicho que se portara bien mientras la esperaba, y ya había aprendido que los hombres de verdad no lloran.

 Ve a Zóe sacar la llave de su bolsillo, e insertarla en la cerradura. En lo que espera, Fran nota que la puerta tiene, a ambos lados, una columna de ventanas cuadradas, y a pesar de que el diseño del cristal distorsiona levemente la imagen, puede echar un vistazo al interior de la casa. Un vistazo que se convierte en una mirada más atenta con el pasar de los segundos, que prolongan la espera, porque han pasado ya varios desde que escuchó la llave girar, pero a dicho sonido aún no le ha seguido el clic del picaporte, ni el rechinar de una madera que lleva tiempo sin ser movida.

 Ella querría ser capaz de hacerlo, sin el temblor de sus manos, sin el agitado latir de su corazón, pero no puede encontrar en sí misma la voluntad emocional suficiente como para abrir esa puerta, para avivar los sentimientos que ha querido suprimir, ocultándolos debajo de una gruesa capa de falsa frialdad, de fingida indiferencia. Se ha dado cuenta que el dolor se disipa si no lo alimenta, si no se permite recordar que está ahí. Porque duele, al más mínimo roce, cuando es consciente del vacío enorme que alberga su corazón, porque quizás el tiempo ayudará a sanar, a acostumbrarse a la eterna ausencia, y aun así, sabe que nunca va a dejar de extrañarlos, que no va a haber un día en que no desee tener a sus abuelos de vuelta, aunque sea solo para poder darles un abrazo.

 Cuando menos lo esperaba, una mano se posa sobre la suya en el picaporte. Pero no la mueve, no la presiona a abrirla, sólo la mantiene ahí, y es un gesto pequeño, que le brinda un apoyo enorme. Zóe nunca creyó ser una persona fácil de convencer, pero se conoce a sí misma y reconoce que no le tomará tanto recobrar su confianza en Fran, si no lo ha hecho ya, si no es esa la razón por la que, al final, se siente animada a abrir la puerta. 

 Cuando entran, un gran candelabro de techo es lo primero que encandila su mirada, y aun así, ello no es ni siquiera lo más atrayente que hay para ver. La sala está repleta de distintos y muy diversos adornos; sobre la estantería, miniaturas de pirámides egipcias reposan junto a una representación en escala de uno de los edificios más modernos de Dubai. Un recuerdo de Machu Picchu lo acompaña, y al final de la balda, una foto del Palacio de Buckingham. Se pregunta si han sido acomodados de esa manera por el contraste que generan, por las distintas épocas, historia y arte que representan, convergiendo en la creación de una cultura única en su diversidad. El único lugar en que podrían convivir en armonía una pintura del majestuoso Vaticano y un cuadro que retrata la inmensidad de la mezquita de la Meca.

Para quien quiera abrir los ojosWhere stories live. Discover now