Capítulo 42 "Calibre .22"

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 Mira el candelabro en su mano, lo sostiene con firmeza. Vuelve la mirada al espejo, porque es probable que sea la última vez que sea visto entero, pero no encuentra en su reflejo rastro alguno que le indique que debería acobardarse; y sin detenerse a pensar en el daño que podría causar, en las consecuencias de sus actos, lo arroja con fuerza. El cristal se rompe en cientos de pequeñas fracciones que se desparraman por toda la alfombra e incluso, salen despedidos hacia su dirección con el mismo impulso con que fueron quebrados, y chocan contra el brazo que ha puesto sobre su rostro para evitar el impacto, contra la espalda de Francisco, que se ha colocado entre el espejo y ella como una barrera humana para protegerla, lo que no nota hasta que levanta la cabeza y se da cuenta de lo cerca que están el uno del otro, de la diferencia de altura que hay entre ellos incluso cuando tiene algunos centímetros de zapatos a su favor. Pero ello no le impide mirar por encima de su hombro, hacia el hueco que ha abierto en la pared.

—Tenía razón —murmura.

 Él voltea a mirar. Efectivamente, detrás del espejo había algo, que pese a la escasa luz, puede distinguir como el borde de varios escalones que ascienden hacia el nivel del techo. Entonces vuelve la vista a Zóe, expectante a lo que hará, y no es hasta que ella se aproxima a la escalera que se mueve, subiendo tras sus pasos.

 A simple vista, el ático parece no ser más que un depósito, repleto de cajas que, al iluminarlas con sus celulares, revelan inscripciones que refieren a fechas, a destacados momentos. Noviembre del '99, Italia 2003, invierno 2005, México '01 son sólo algunas de las que lee al pasar, mientras avanzan por un pasillo que ha sido con intención delimitado entre las columnas de cartón. Y se abre hacia la derecha, en un atajo que al parecer sólo Francisco nota cuando pasa junto a él, y se desvía en esa dirección. Pero Zóe sigue hacia adelante sin percatarse, hasta lo que parece concluir en el final del pasillo; un espacio más abierto que le advierte que la habitación es mucho más grande de lo que parecía y donde, sorprendentemente, hay una cama, con un colchón y sin sábanas. Pero no es allí donde su atención se detiene, porque en frente de la cama, contrastando con la pared blanca, está colgado nada menos que el antiguo retrato de Sergio que han ido a buscar. Sonríe, para sus adentros, porque además de haber tenido un acertado presentimiento, la reconforta volver a ver esa imagen que le trae tantos recuerdos, que, como todo en la casa de sus abuelos, le trae a la memoria los momentos más preciados de su niñez; pese al aspecto fantasmagórico que le da estar apuntándole con la luz pálida de la linterna, cuando resalta sus vibrantes ojos verdes, sobre todos los demás colores.

 Zóe le quita la funda a su celular, y de allí retira, doblada en cuadrados, la fotografía que encontraron en el sobre en la casa de Fernando, y luego, vuelve la mirada a la pared. La imagen se repite, sin ningún cambio ostensible que pueda revelar la naturaleza de las cosas, ni lo que ocultan. Al lado del retrato, el maniquí no destaca en sí mismo, no hay ningún indicio que dirija su atención hacia él, y quizás allí está la trampa, en el impecable traje blanco, firme, dichoso a pesar de que es sólo un busto al que le faltan la cabeza y los pies. Tiene una tarjeta en la solapa y una flor, un detalle que había notado ya en la foto, cuando no creyó que tuviera demasiada relevancia. No sabe si lo tiene, podría ser el precio, la marca, alguna otra cortesía de presentación, pero aún contra la duda la toma. Al leela, la confusión dibuja entre sus cejas una marcada arruga. No es el cariño con el que los trazos se deslizaron sobre el papel, no es la romántica frase que le han dedicado: "Para siempre, el hombre de mi vida" es la confesión de amor más pura, más duradera que puede imaginar. Es la fecha, escrita con la misma tinta, que tiene similar desgaste que las demás letras, porque han pasado casi seis años desde que fue redactada, pero es clara, tan clara como el mensaje que deja. Doce de abril no es una fecha que por sí misma resulte controversial, pero el 12 de abril del año que data, su abuela, la única persona que podría haber dejado esa nota para él, estaba muerta. 

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