Capítulo 27 "Siempre la delatarán sus ojos"

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—Pervigilio, del latín pervigilium —él había murmurado, al tiempo que dejaba suaves besos en la parte posterior de su cuello— significa estar en vela, quedarse toda la noche despierto, no dormir.

 Sara había reído, haciendo su cabeza hacia atrás para intensificar el contacto de sus labios.

—Inteligente nombre para un motel.

 La habitación número 218, de paredes grises y decoración escasa, lucía diferente esa noche. Bajo sus cuerpos, iluminados por la débil luz de los apliques, las sábanas se sentían suaves y perfumadas, arrugándose al compás del rose de su piel y la suya.

 Varios meses después, una delgada capa de polvo cubre la deshecha cama, las mesas de luz, y todo aquello que sus dedos tocan.

—¿Por qué está clausurada? —pregunta, sin siquiera voltear a ver a la encargada que accedió a traerla.

 Ella contesta que no lleva trabajando allí el tiempo suficiente como para saberlo. Aun así, ha oído diversos rumores al respecto; escuchó comentar a otros colegas que había sido destrozada en una orgía de una famosa banda de rock, dejándola inutilizable, pero los más supersticiosos nunca desistieron con sus leyendas sobre los fantasmas que la habitan desde que una pareja se quitó la vida entre esas cuatro paredes, un hecho que nadie ha podido comprobar que haya ocurrido. Por otro lado, los únicos sensatos afirman que la habitación fue cerrada a partir del pedido de un cliente frecuente, que ofreció el dinero suficiente como para saldar un año de reserva, a cambio de que nadie la ocupase durante un tiempo indeterminado. La única inexactitud de esa hipótesis es que no parece haber una razón lógica detrás de semejante pedido, pero desde que el más visible destrozo es un tacho de basura caído al suelo, y no ha percibido vestigios de actividad paranormal en el tiempo que llevan dentro, supone que esa alternativa no podría ser menos que la correcta. Así como una fuerte intuición le indica que la adolescente que tiene frente a sus ojos sabe, o busca responder, la misma pregunta que ella ha estado haciéndose. En principio, cuando la vio atravesar la puerta con sus aires de encanto supuso que se trataba de otra más de las muchas chicas que está acostumbrada a ver pasar, en general acompañadas de hombres de opulentas billeteras y al menos el doble de edad. Sin embargo, cuando se plantó frente a ella con un pedido inusual y dinero que ofrecer, asumió que la había confundido con la hija de alguno de esos, en su opinión desagradables, hombres. ¿Para qué, además de confirmar que su papá está engañando a su mamá, podría una chica como ella querer entrar a una habitación sólo unos minutos? A pesar de sus sospechas, escuchar el número 218 al preguntar por la habitación que solicitaba logró sorprenderla. Recuerda que el gerente le había ordenado, mirándola con determinación a sus almendrados ojos oscuros, que la décima octava puerta del segundo piso sólo podía ser abierta en un caso de extrema necesidad. Jamás aclaró a qué tipo de situación se refería, y tampoco había hasta el momento sucedido un acontecimiento que le hiciese considerarlo. La recepcionista no cree en realidad que el hecho de que una chica se lo haya pedido lo amerite, pero la cantidad de billetes que dejó sobre el mostrador influyeron bastante en su decisión. Aun así, ella cree que no la habría dejado entrar si no fuese por su propia curiosidad. O al menos eso se dice a sí misma para creerse un poco más honorable.

 Las agujas del reloj se mantienen estáticas, como si la energía de las pilas que las dotan de movimiento se hubiera agotado hace mucho, marcando una hora, un espacio en el tiempo que el paso, irreversible e imparable de los minutos ha dejado atrás. Una hora, un momento que Sara recuerda con un escalofrío que le recorre el cuerpo de cabeza a pies. Tal y como aquella vez, que no fue la primera, pero trazó con caricias íntimas y besos sentidos la confianza de que no sería simplemente una más.

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