19. 3 DE FEBRERO

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Después de unos 55 minutos de tortura, pude salir de aquella sala. Alguien me esperaba al otro lado de la puerta: Mari Carmen. Lo sé, yo tampoco esperaba que fuera ella, pero bueno.

La madrugada del 3 de febrero fue la peor.

Me dolían todos los músculos, incluídos los de la cara.

Me dolía el corazón y no era por sentimientos. Era por mi maldita enfermedad, que no me dejaba en paz.

En algunos momentos, como el de esa madrugada, deseaba morirme, dejar de existir, desaparecer.

Era insoportable y lo peor de todo es que no podía hacer nada. Por mucho que intentara calmarme para que la maldita aguja descendiera del 94% no lo conseguía.

Bajaba unas cuantas rayas, pero de inmediato volvía a ascender.

¿Conocéis la cosa esta de la feria que le das a un botón con un mazo y hay una bola que sube, golpea a una campana y luego vuelve a bajar muy rápido pero si les has dado muy fuerte rebota y rebota hasta que pierde fuerza?

Pues así estaban mis latidos: subían, bajaban, intentaban salirse del corazón, este quería salirse de mi pecho y de repente se detenían durante unas milésimas de segundo.

Me quería morir.

Cuando el bombardeo de ese estúpido órgano se volvía estable, eran mis músculos atrofiados los que se ponían rebeldes.

¿Cuándo volvería a ser el de antes?

Pensar en lo que yo había cambiado desde septiembre era lo que realmente me consumía.

No era el mismo. Ni de lejos.

Mi piel tostada llena de pequeñas pecas por el sol ahora era pálida, más bien amarillenta. No recibía vitamina D. También estaba seca y un tanto arrugada debido a la poca hidratación que le proporcionaba.

Suena raro, pero era como si tuviera alergia al agua a causa de tantas pastillas. Cuando bebía vomitaba enseguida y se me hinchaba la lengua y los labios, me costaba respirar.

Tampoco me podía duchar por el agua, principalmente. Si me metía debajo del grifo me ardía la piel incluso con agua muy fría. Tampoco podía por todos los cables que controlaban mi organismo y si me entraba un ataque dentro de la ducha no podía avisar a nadie y podría tener un accidente, o algo mucho peor.

Mis ojos también habían cambiado. Antes eran mágicos, según Alicia. Se justificaba diciendo que el negro noche de mis pupilas, el blanco marfil de mi esclerótica y el verde esmeralda de mi iris se complementaban de una manera especial y eso los hacía brillar de una manera preciosa. Yo le decía que era por la manera en la que ella los veía, pero ella rechistaba. Al final terminaba diciéndole que me brillaban así solo cuando ella estaba delante, con nadie más.

Ahora parecían los de un zombie o un vampiro.

Y mi voz... Hasta yo me asusté al oírme al principio. Solo diré que antes podría haber sido narrador en la radio y ahora servía para doblar películas. Pero de miedo, de terror, de las que te mueres de miedo solo con la voz de un personaje.

Era por las medicinas, que me acatarraban.

A las ocho de la mañana ya había movimiento por los pasillos: enfermeras yendo y viniendo de aquí para allá, transportando carritos repletos de cajas de pastillas.

Cuando me incorporé en la cama vi que Mª Carmen estaba dormida en el sillón de mi habitación.

Me quedé observándola un buen rato hasta que se despertó.

—Un poco más y me haces un agujero en la frente de tanto mirar.

—Buenos días a ti también, doña gruñona —dije en tono de burla.

—Buenos días, mazapán.

Ese mote me hacía gracia, me explicó que así era como llamaba a sus nietos y a sus hijos cuando eran pequeños.

—Bueno, a enfrentar este... —le pedí que me enseñara su moderno reloj digital para ver la fecha— Este tres de febrero con alegría.

—¡Venga, cariñet! Hoy tengo el presentimiento de que va a pasar algo diferente —me regaló una sonrisa que me levantó el ánimo.

—Tú siempre tan optimista como siempre.

Empezamos a hacernos carantoñas, como si no estuviéramos bien de la cabeza. ¿Irónico, cierto?

Un chico de unos 35 años interrumpió nuestro circo. Me despedí de la enfermera porque hoy tenía el día libre, iba a pasarlo con sus mazapanes. Eso me dijo.

—Buenos días, señor Torres. ¿Cómo ha pasado la noche? —me preguntó el enfermero.

-Supongo que esa pregunta se la hará a todos los pacientes —dije con cara de pocos amigos.

—Solo quería saber, Lucas.

—Pues no quieras saber tanto.

El chico se me quedó mirando, como asustado.

—Lo siento —suspiré—. Cuando no he dormido bien o tengo que medicarme de más me pongo de mal humor, así que no me encontrarás muchas veces con ganas de hablar, y mucho menos con enfermeros.

—Entiendo, yo ya me voy y le dejo solo. Que pase un buen día. ¿Eso puedo decirlo? —dijo un tanto irritado.

—Eres graciosillo, ¿eh? —el chaval me miró sonriendo—. Al parecer hoy todo el mundo está de buen humor menos yo. ¿Os ha tocado la lotería?

—Ojalá. Pero es que presiento que hoy va a ser un buen día. Tanto para mí como para usted.

—Un buen día aquí metido es imposible.

—Ya me cuenta mañana cuando venga a despertarle. Espero que esté de mejor humor.

Salió de la habitación guiñando un ojo.

Yo sonreí para mis adentros.

El doctor García irrumpió en mi silencio.

—¿Mala noche?

—Debería leerle las cartas a la gente, doctor.

—No creo en esa brujería, solo llevo 25 años dedicándome a esto —añadió con un tono soberbio—. Tienes unas ojeras que te las pisas.

—Gracias por el cumplido, supongo.

—Eso no es bueno para ti. Te vas directo a la sala 3.

—No me joda, doctor.

—Sí, no me rechiste. Además, no sé por qué, pero creo que hoy va a pasar algo bueno, así que debe estar presentable.

Bufé todo lo que pude y más mientras me llevaban en silla de ruedas a la sala 3: el comedor.

Era la sala del castigo, por así decirlo.

A nadie le gustaba comer, y no porque la comida estuviera rancia, que también, sino porque a los enfermos mentales no nos da la gana comer. Y punto.

Me sorprendí a mí mismo cuando terminé todo el plato del desayuno. Ahora venía lo peor: el tratamiento matutino. El que te deja con el cuerpo molido y mi aguja a punto de escapar de la máquina.

Por suerte era rápido, unos cinco minutos, y enseguida volví a mi habitación. Estaba dormido, medio atontado más bien, pero la máquina al 76% a pesar de mi flojera.

No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando abrí los ojos ella estaba allí, sentada en la silla de al lado de la cama, observando todo con mucho detenimiento.

—Hola, Ali —le dije a modo de saludo para avisarle de que estaba despierto.



daliaacolomeer_ 

Volví por míWhere stories live. Discover now