Capitulo 11

2.4K 167 18
                                    

Aquel muchacho tan dulce como la melaza, descansaba en calma muda sobre una cama de las pequeñas flores lavanda que tanto gustaban al olfato de campistas desprevenidos. Aquellos pequeños capullitos acariciaban dulcemente su rostro con el cariño que la madre tierra pudiera tener hacia uno de sus pequeños. Seducido quizás por la tierra húmeda bajo aquella mata de flores de delicioso aroma y suave porte, no hacía más que retornar a los brazos de Morfeo, ajeno del desconocimiento que le rodeaba, como el niño que a tientas busca el seno materno para caer rendido del sueño entre amorosos brazos, de esa misma manera tan casta aquel muchacho deslizó suavemente sus manos por la hierba, degustando de la sensación del pasto y la tierra bajo sus dedos. Inocentemente confundido parecía incapaz de caer en cuenta de que ya no se encontraba en su cama, dentro de aquella cabaña ancestral que años le había cubierto las estrellas con su enarbolado techo, abundantes de goteras en días de lluvia y diestro en producir espeluznantes crujidos cuando el viento era pleno. Preso de su desconocimiento, quizás soñaba todo con un tinte dulce, el olor a sangre de sus pesadillas poco a poco se transformó en suaves tintes de violáceo cielo, pasto tierno e incluso las aves parecían entonar cantos de amor y ternura ¿Dónde estaban aquellas bestias que tanto le atemorizaban? En sus sueños no podían alcanzarlo pues el campo era grande y el sol se paseaba con su pincel en el horizonte, tintando todo de anaranjado poder divino, a su izquierda, a su derecha, a su alrededor se alzaban sin maldad todos aquellos rostros que en el paso de su vida por aquellos lares había conocido, traidores con manos limpias que la sangre dirimió una maldición, pero lejos del odio y el dolor, se sentía acompañado. ¡Oh ladrones de guantes blancos! Aquellos amos y señores que reinaron tierras ajenas ahora no eran más que abono que las plantas devoraban, trágico final para cualquiera que a dios quiso alcanzar. Alas de cera que se derriten en el mar, ahogando a su diestro constructor que las reglas del juego atinaron a no seguir preso de la ambición. Cielo cobrizo sepultó traidores y acunó tristes miradas de desamparados amigos. Reconocía el rostro de Lyra entre las personas que se movían presos de la brisa que enjugaba lágrimas de alegría y jugaba a enredar dulcemente el cabello. Eso lo obligó a despertar, pues reconoció aquella visión como lo que era, un sueño. Con la liviandad del deseo, entreabrió sus ojos lentamente, mientras sentía aquellas copiosas lagrimas de tristeza acunar sus ojos de manera distante, extrañaba demasiado a esa muchacha de mirar casto y dulce porte juvenil. Aquella pesadez del despertar tan poco ameno por la invasión a sus recuerdos, se desvaneció en cuanto pudo ver las rosadas flores de un árbol a pocos metros de su nariz, balanceándose dulcemente con la brisa nocturna que se alzaba a su alrededor. Ladeo la cabeza algo confundida mientras levantaba lentamente su mano derecha hasta rozar con la punta de sus dedos aquella flor, que sin querer logró desprender de la baja rama de aquel árbol, terminando acurrucada entre sus dedos. Tobías estaba confundido ¿Seguía soñando? ¿Acaso estaba perdido en el limbo del sueño y el despertar? ¿Tan vivido era aquel sueño que dulce le parecía el tacto con aquella flor? Ladeó la cabeza lentamente mientras sus ojos comenzaban a extrañarse de la oscuridad que le rodeaba, casi como si hubiera anochecido de golpe o como si se hubiera aparecido en alguna extraña dimensión. Se mantuvo en esa misma posición mientras sentía el temor curvar los dedos de sus pies de manera molesta, intentó mantenerse tranquilo mientras respiraba lentamente, primero por la nariz y exhalaba por la boca, lentamente, contando cada respiración como si fuera a tener un ataque de pánico. Estiró lentamente su mano izquierda por el suelo, apretando con fuerza los dientes al darse cuenta de que se encontraba en un lugar que claramente no era su cama, no era la casa, no era la ciudad, estaba recostado en el suelo, en el maldito suelo del bosque, de su bosque atestado de dingos hambrientos con el hocico cruel empañado de sangre de sus propias crías. Cerró los ojos antes de dejar escapar un quejido suave y sutil que se perdió en el viento. Escuchó una rama crujir a un par de metros de su ubicación, cosa que lo hizo encogerse como un pequeño cachorrillo asustado, apretando suavemente sus manos cerca de su boca, quedándose recostado sobre su flanco derecho y deslizando sus ojos por la oscuridad plena que lo rodeaba. Pero tras un chasquido gutural, aquel muchacho reprimió un grito antes de cubrir su rostro con ambas manos, casi como si pretendiera con aquel simple acto desaparecer en la bruma.

MokshaWhere stories live. Discover now