49: El regreso de Aquila

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Sargas

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Sargas

Toda la población de los más de tres mil kilómetros de la capital del reino y los invitados de otras ciudades parecían congregados en la plaza central de Ara aguardando por el regente.

El evento se hizo muy entrada la madrugada, poco antes de la salida del sol blanco, donde el frío de la noche ya no resultaba asesino y los cristales no eran necesarios, solo un buen abrigo.

Pronto escucharon marchar a los soldados sobrevivientes de la batalla de Baham, y la multitud les abrió paso.

Ocho mil partieron para el asedio, solo cuatro mil de ellos estuvo presente en la guardia que se enfrentó a la batalla, y apenas ciento dos murieron en combate. Pero esos cien valían la pena de miles.

Los guardias acomodaron a sus muertos en las piras de madera, apilados a espera del fuego que liberaría sus almas. Las familias damnificadas estaban al frente y alrededor del ritual mientras los sacerdotes de la Iglesia de Ara hacían sus plegarias.

Un hombre por completo cubierto de una capa negra con capucha subió a un atril de piedra donde toda la multitud podía verle con solo alzar la vista. Descubrió su rostro y se reveló como el rey regente de Áragog, portando la corona y el cetro del escorpión de rubí.

El rey, ante los ojos de todos los afectados y curiosos presentes, comenzó a quitarse todas las prendas que llevaba. Los anillos, su cadena, la capa, los prendedores reales y su chaqueta, hasta —para fascinación de todos— llegar a su cabeza, de donde desprendió la corona con humildad, dejándola en el suelo a sus pies.

Quedó solo con un pantalón y una camisa sencilla, y entonces se arrodilló.

—Pueblo de Áragog, hoy he perdido.

Toda la nación hizo silencio ante aquellas ominosas palabras que parecían amplificadas por un poder divino, impactando en cada pecho, en cada respiración, sin que ni uno solo de ellos las repitiera para hacerlas llegar a los demás.

—No Baham —añadió el rey, con el rostro mirando la piedra bajo sus pies—. Baham nunca estuvo en mi poder. Es la tierra que nos perteneció como nación desde hace milenios, que Ara entregó en nuestras manos para proteger y hacer fructífera, y que mi padre perdió a manos de una traidora. Nunca tuve Baham, pero quise recuperarla. Lo quise porque la hereje desafió directamente a Ara y esta corona, principalmente, es un pacto de fe.

»Pero algo sí tuve y he perdido, y ha sido la vida de Robb, de Netel, Éter, Catar, Kroz... —Así, el regente enunció uno a uno los nombres de cada uno de los ciento dos soldados que murieron, y que él terminó de matar, quebrándose a mitad del recuento, uniendo sus sollozos al de las familias que lamentaban sus pérdidas, sus sentimientos imposibles de identificar como falsos—. No perdí números, perdí soldados, amigos, hermanos, hijos, amantes... Ciento dos corazones han dejado de latir, ciento dos estrellas apagadas en esta constelación, dejaron Ara a oscuras. A manos de un enemigo avaro que, no satisfecho con haber traicionado su padre y hermanos, de haberle escupido encima a la corona y reído de la potestad de Ara, rechazó la puerta de paz que abrí para ella, y dejó una alfombra de padres que jamás volverán a abrazar a sus hijos.

Vencida [Sinergia II] [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora