SETENTA Y OCHO

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Sentada en el suelo de una de las clases de Baila Conmigo, Daphne se miraba en el espejo y trataba de hacer balance de su semana.

Los días habían pasado volando. El festival ya estaba cerca, igual que la Navidad. El pueblo ya estaba adornado con luces que colgaban de entre los edificios. Y su tía Marisa se había vuelto loca decorando la casa como si viviera en Estados Unidos, llevando de cabeza a Daphne y a Joana, que había ampliado sus naciones hasta después de del festival.

—En esta familia somos muy navideños —les había dicho Marisa, obligando a las chicas a colgar guirnaldas, calcetines y bolas de alambre con luz por toda la casa.

Incluida la habitación de Daphne.

—Lástima que no estemos aquí para disfrutarla contigo.

Porque Daphne se iría. Ya lo había hablado con su tía y con sus padres, por mucho que su corazoncito llorara de tristeza.

—Ah, no te preocupes muchacha —barrió el aire con una de sus manos, mientras con la otra pegaba un Papá Noel adhesivo en el cristal—. Estoy acostumbrada a la soledad desde que mi marido murió. Aun así, me gusta mucho esta época del año. En Torreluna, todos somos una familia —y comenzó a relatarles una de esas historias nostálgicas y dramáticas sobre el pueblo que tanto le gustaba contar.

Daphne sonrió frente a su reflejo. Echaría tanto de menos a su tía. Había aprendido a quererla en muy poco tiempo. Quizá, porque se parecían bastante. O porque desde que la recogió en la estación, con su escarabajo amarillo, le había dado todo el espacio del mundo para expresarse y sentir. Para decidir qué hacer sobre su futuro. Y empezar a sanar.

Por el rabillo del ojo, vio entrar a Joana seguida de Alanna. La primera se acercó al equipo de música, donde seguía conectado el móvil de Daphne, y empezó a buscar alguna canción mientras que la segunda se sentó junto a ella y la abrazó por la espalda. Daphne dejó caer la cabeza sobre el brazo derecho de Alanna, soltando un lento suspiro tembloroso.

Desde que salió de casa de Lucas con un agujero en el pecho, sus amigas no la habían abandonado ni un minuto. Que si cena de chicas con maratón de películas de los 2000, que si bailes improvisados en medio del jardín de su tía con un frío insoportable, que si paseos en silencio o chocolate a media noche. Y, sobre todo, su apoyo incondicional en la preparación del festival.

Los primeros acordes de la canción elegida por Joana comenzaron a sonara y la voz de su amiga inundó el silencio de la sala.

Y esta soy yo, y esta soy yo... —comenzó a entonar, acercándose a ellas—. Dicen que soy un libro sin argumento, que no sé si vengo o voy, que me pierdo entre mis sueños...

Era una vieja canción de El Sueño de Morfeo que Daphne solía cantar con Mía cuando eran pequeñas. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas sin poderlas contener. Tampoco quería. Llevaba guardando sus emociones bajo llave demasiado tiempo y ya estaba cansada de hacerlo.

Dicen que soy una chica normal, con pequeñas manías que hacen desesperar... —continuó su amiga, sentándose junto a ellas—, que no sé bien donde está el bien y el mal, donde está mi lugar —Joana cerró el puño en forma de micrófono y lo puso sobre los labios de Daphne, que sonrió mientras negaba con la cabeza.

No podía cantar si de lo único que tenía ganas era de llorar.

Esta soy yo, asustada y decidida, una especie de extinción tan real como la vida... —Joana volvió a acercarle el micrófono improvisado—, venga Daphne. Canta conmigo.

Ella gimoteó, cubriéndose la cara con las manos mientras sollozaba. La música seguía sonando mientras sus amigas la abrazaban con fuerza y la letra de la canción iba calando poco a poco en su interior. «Esta soy yo, ahora llega mi momento, no pienso renunciar, no quiero perder el tiempo».

No había sabido nada de Lucas desde el sábado. Y no había un solo día en el que no sintiera unas ganas inmensas de llamarlo, mandarle un mensaje o plantarse en la puerta de su casa. Preguntarle si seguía enfadado, si... quizá, se había dado cuenta de que la quería un poco. Pero no lo hacía.

Porque ella no quería conformarse con un poco.

Se había pasado mucho tiempo conformándose con lo mínimo porque no creía merecer más. Se miraba en el espejo y aceptaba su destino, fuera el que fuese, porque no se atrevía a desear más. Porque una vez lo había hecho y toda su vida se había desmoronado. Pero ya no.

Ya no quería resignarse.

Ya no quería esconderse bajo de las sabanas de su habitación y dejar que la vida pasara frente a sus ojos sin tomar partido de ella. Ya no quería aislarse, ni estar sola, ni no tener amigos. Ya no quería morirse.

Y aunque sabía que estaba lejos de estar cien por cien recuperada, ahora estaba segura de querer hacerlo. De querer sanar. De volver a ser ella. Por eso, empezaría de nuevo la terapia con su psicóloga una vez regresara a la ciudad. Pero, ésta vez, iba a tomárselo realmente en serio.

Por eso, levantó la cabeza y volvió a mirarse en el espejo. Iba despeinada y con un chándal que había visto tiempos mejores, pero sonrió. Y aceptó el micrófono improvisado de Joana para cantar:

No soy lo que tu piensas, no soy tu cenicienta, no soy la última pieza de tu puzzle sin armar.

Y se puso de pie, levantando a sus amigas con ella.

Y comenzó a cantar a todo pulmón, dejando que las lagrimas siguieran derramándose por sus mejillas, sin importarle quien pudiera escucharla.

—No soy quien ideaste, quizá te equivocaste, quizá no es el momento...

«Y está soy yo, asustada y decidida,

una especie de extinción tan real como la vida.

Esta soy yo, ahora llega mi momento,

no pienso renunciar, no quiero perder el tiempo.

Y está soy yo...»

Un baile y nada más   [FINALIZADA]Where stories live. Discover now