VEINTINUEVE

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El olor a rancio que se había instalado en el ambiente la mareó. La potente luz de los focos le atizaba la vista impidiéndole reconocer a alguien de entre la multitud.

Los aplausos y silbidos del público le provocaron nauseas. ¿Qué estaba haciendo allí? Sus impulsos no tenían límites. Tenía que estar realmente demente para subirse a un escenario y bailar para los parroquianos del Tony's Club, como si ella fuera una estrella. No. Ella no era más que una hipócrita y traidora. Había roto la promesa que se hizo después de la muerte de Mía y eso, jamás podría perdonárselo.

¿Cómo había podido hacerlo? Mía lo hizo todo por ella, hasta subió a ese maldito helicóptero por ella y Daphne se lo estaba pagando así...

Su mente no dejaba de torturarla y Daphne solamente quería que se abriera un agujero en el suelo y se la tragase para siempre. No obstante, estaba ante una treintena de personas que esperaban verla bailar y tenía que hacerlo, aunque solo fuera por esa noche. Sí. Mañana le diría a Rossany que esto había sido un error y que no podía seguir bailando para ellos. Así, quizá, podría redimir un poco su culpa.

Respiró hondo y se sentó en la silla de piel que su compañera y, ahora jefa, había dispuesto para ella en medio del escenario. La melodía de Cell Block Tango comenzó a sonar y Daphne supo que tenía que empezar a bailar. Miró rápidamente a su alrededor, intentando distinguir entre el gentío alguna cara conocida y, a pesar de que las luces la estaban deslumbrando, su corazón dio un vuelco cuando vio a Lucas. Estaba sentado en una de las mesas próximas a la escena, con una cerveza en la mano y sin dejar de mirarla.

«Pop».

«Sex».

Las voces de las presas comenzaron a sonar y Daphne abandonó sus pensamientos para meterse en el papel, como si estuviera en Broadway interpretando uno de los personajes de Chicago. A cada golpe una posición distinta en la silla. Las piernas enfundadas en unas botas de caña de plataforma se movían de lado a lado, acompañadas por sus manos, cubiertas por unos finos guantes plateados.

Se levantó de la silla para contar la primera historia y deslizándose por el respaldo de esta, se agachó tocando el suelo con los dedos.

«Hay personas que tienen vicios que te ponen de los nervios como... Bernie. A Bernie le gustaba mascar chicles. No. Mascar no. Hacer Pop».

Sin darse cuenta, interpretó a cada una de las protagonistas con total convicción. Dejó de lado las torturas mentales y se olvidó de que estaba bailando para los vecinos de Torreluna en un club nocturno.

Su mente viajó de nuevo a sus dieciocho años, cuando estaban a punto de subirse al helicóptero que las separaría para siempre.

—Daph, no quiero subir... —le había suplicado Mía, cuando Daphne había insistido en que sería genial ver la ciudad desde el cielo—, no me da buena espina Henry. Ni su amigo. No... me gustan.

Daphne, un poco ofendida, porque estaba hablando del que era su novio, le respondió bastante borde:

—Henry es genial, Mía. Sabe lo que hace. Jamás nos dejaría subirnos al helicóptero si no confiara en su colega.

—Míralo, Daph —le había susurrado, con sus ojos azules puestos en Henry—, parece... ido. Como si no estuviera aquí.

Ella no lo miró. Ella no le hizo caso a Mía. Y fue una puta egoísta que solo pensó en ella.

—Venga Mía, hazlo por mí.

«Hazlo por mí».

Los recuerdos se agolparon uno tras otro en el interior de Daphne, que se resquebrajó en mil pedazos. La música dejó de sonar y el público aplaudió con fuerza. Regresó a la realidad y las lágrimas comenzaron a caer.

Un baile y nada más   [FINALIZADA]Where stories live. Discover now