SESENTA Y CINCO

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Lucas la vio salir por la puerta del chalet con un peto de pana rosa palo y una sudadera blanca con capucha. Un abrigo de lana, un gorro azul celeste y unas manoplas feísimas la cubrían del frio seco que hacía esa mañana de diciembre en Torreluna.

No sonreía. Más bien se veía preocupada.

Y, aun así, a él le pareció jodidamente adorable.

—¿Todo bien? —le preguntó cuando entró en el interior del Audi.

Dejó una mochila de Adidas en el asiento trasero y se quitó los guantes y el gorro. Él la pilló desprevenida cuando se acercó para darle un beso. Porque no aguantaba más.

—Tenía mejores cosas que hacer, la verdad —replicó ella, haciéndose la indignada.

Y él sonrió.

—¿Cómo bailar con Nahuel?

—Por ejemplo —respondió socarrona, devolviéndole la sonrisa—. ¿Crees que se le dará bien el tango?

Lucas apretó la mandíbula. Tal y como lo hizo aquel día, en la academia, cuando el imbécil del abogado casi se desmaya al ver a Daphne mover el culo. Joder, si casi se desmaya hasta él. El deseo abrupto que sintió de colgársela al hombro y sacarla de allí para que le hiciera ese maldito baile en privado, solo a él, en cualquier otro lado en el que, después, pudiera desnudarla con calma, lo asustó sobremanera.

Y lo cabreó todavía más.

—Qué graciosa eres —le dijo ahora, regresando al coche. Cambió de marcha y se adentró en la autopista.

Ella hizo un poco más grande la sonrisa.

Tu jardín con enanitos de Melendi comenzó a sonar en la radio y Lucas subió el volumen. Daphne se quitó las zapatillas y posó los pies en el salpicadero, recostándose cómodamente en el asiento. Él estuvo tentado a decirle que los bajara, pero ya se había acostumbrado a esa manera de hacer suyo cada sitio en el que estaba, así que no lo hizo.

—¿Adónde vamos? —preguntó mirando el paisaje a través de la ventanilla.

—Quiero enseñarte algo —y volviendo al tema anterior, inquirió—. ¿Y por qué has venido entonces?

—¿Qué? —esta vez ella lo miró, desconcertada.

—Has dicho que tienes mejores cosas que hacer, pero estás aquí, conmigo, ¿por qué?

—No lo sé —respondió, sin mirarlo—. Tenía curiosidad.

Lucas tuvo que morderse el labio inferior para no reírse.

—Espero que no se enfade tu amiga —buscó cualquier cosa que decirle, porque no le gustaba verla así. Huraña. Distante.

Lejos de él.

—¿Y por qué debería hacerlo?

Él se encogió de hombros.

—Porque ha venido a estar contigo y tu te has venido conmigo.

—Ya, bueno —su voz sonó seca, pero, al menos, no enfadada—. Joana es una tía guay. No hace de una tontería un problema.

Lucas parpadeó y la miró de reojo. ¿Eso lo había dicho por él o por ella? ¿Acaso estaba tratando de decirle algo?

—¿En serio no me vas a decir adónde vamos? —inquirió de nuevo.

Pero esta vez sí lo miró. Justo en el mismo instante en el que Lucas volvía a mirarla por el rabillo del ojo. Dios, ¡qué guapa estaba cuando estaba de morros!

—Es una sorpresa —y al ver su expresión, añadió—. No me digas que no te gustan las sorpresas.

Las facciones de Daphne se suavizaron.

—No, sí.

—¿No? ¿Sí? —sus cejas se enarcaron con diversión. La vio bufar, levantando unos cuantos mechones de su pelo suelto y no pudo evitar sonreír.

—Que sí me gustan las sorpresas —farfulló. Lucas hizo la sonrisa más grande.

—Lo sabías.

Ella masculló algo parecido al «tú que vas a saber» en voz baja y se giró de nuevo a observar el paisaje.

—¿Me vas a decir que te pasa? —Lucas bajó un punto el volumen de la canción.

—No me pasa nada.

—De normal el gruñón soy yo, Bambi.

—Mira, eso es verdad —sus ojos se posaron sobre él—. ¿Qué te pasa a ti que estás tan contento? ¿Has firmado otro centro comercial que construir?

Lucas ya no se aguantó más la risa y soltó una carcajada.

Esta chica iba a acabar con él. Un día se adentraba en un laberinto oscuro y le pedía que bailaran juntos y, al siguiente, le tiraba los trastos a la cabeza.

—No —le dijo—. Solo... estoy feliz hoy.

Eso captó su atención lo suficiente como para que una pequeña sonrisa tirara de las comisuras de sus labios. No añadió nada al respecto, pero al menos, su ceño fruncido desapareció. Subió el volumen de la música hasta un nivel que le dejó claro que no tenía ganas de seguir hablando y Lucas negó con la cabeza con una sonrisita.

Daphne era más peligrosa que una bomba a punto de estallar para cualquiera. Sobre todo, para aquellos tontos que se enamoraban fácilmente. Menuda tontería. Él sabía muy bien que el amor se construía día a día, durante años, no llegaba de pronto y te atizaba el corazón, como solían mostrar en las películas.

Menos mal que Lucas estaba a salvo de Bambi.

Cuando era pequeño le gustaba pensar que sus padres estaban enamorados. Se cuidaban mutuamente y aprovechaban cualquier oportunidad para robarse un beso. Hasta su madre lograba que su padre bailara, a pesar de ser más pata de palo que Lucas.

Pero después todo cambió.

Cuando Lucas tenía once años y su abuelo paterno falleció. Su padre se tornó más frío, más recto, más impertérrito. Se obcecó en que nadie, absolutamente nadie, hablara mal de un De la Vega y dedicó sus siguientes años a educar a Lucas a vivir en un línea recta y siempre constante. Eso hizo que su casa se volviera poco a poco más silenciosa. Más apagada. Ya no había música, ni bailes, y muchísimas menos risas.

Echó un vistazo al terremoto que tenía a su derecha y volvió a sonreír.

Daphne era pura pasión. Solo bastaba mirarla para darse cuenta. A ella le importaba un cuerno el mundo entero. Ella vivía la vida a su manera, según sus reglas y no le preocupaba lo que pensaran los demás.

Una parte de Lucas, la envidiaba. La otra, quería besarla hasta que toda esa irreverencia desapareciera. Hasta bajarle esos humos con los que se había despertado hoy.

De pronto, se preguntó cómo sería Daphne enamorada. ¿Bailaría y cantaría por casa, tal y como había hecho su madre cuando Lucas a penas era un bebé? ¿Discutiría hasta sacar de quicio al chico en cuestión? ¿Y por qué pensar eso le provocaba un retortijón en el estómago? Era obvio que Daphne acabaría enamorándose y, conociéndola, seguro lo haría de cualquier capullo que se le cruzara en el camino.

«Como tú», le dijo una voz en su interior.

Su respiración se paró en seco.

No. Daphne no podía estar enamorada de él. Era algo tan imposible como pensar que algún día podría llevarse bien. Pero es que se llevaban bien, joder. Discutían ya por deportividad, pero después se reían a carcajadas y se quitaban la ropa. Exacto, se quitaban la ropa. Lo de ellos no era más que una aventura sexual y así debía de seguir siendo, hasta que la academia cerrase y ella volviera a su casa, a su vida.

Hizo caso omiso al desazón que comenzaba a crecer en su interior cada vez que pensaba en la vuelta de Daphne a la ciudad y decidió centrarse en la carretera. 

Un baile y nada más   [FINALIZADA]Where stories live. Discover now