TRES

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La academia era más grande de lo que Daphne se imaginaba. Al lado de un parque inmenso y precioso, con un lago y patos, se alzaba un edificio bastante alto del que colgaba un cartel que ponía: Baila Conmigo.

Ella sintió una punzada en el pecho, pues hacía muchos años que no pisaba un lugar así.

Entró sofocada porque llegaba doce minutos tarde, o más. No había vuelto a mirar el reloj desde que había encontrado un pequeño sitio para aparcar —y mejor no contar esa odisea—, por lo que probablemente llegaba más de doce minutos tarde.

Cuando entró se quedó helada. El edificio por fuera parecía viejo, pero por dentro estaba cayéndose a pedazos. Vio una sencilla mesa de madera al lado de la puerta y a la recepcionista, una joven que masticaba chicle con la boca abierta, mirando la pantalla del ordenador. Las paredes estaban desconchadas, algunas puertas tenían agujeros como si hubieran estampado un puñetazo en ellas y lo que a Daphne le pareció que era un salón con escenario estaba totalmente lleno de trastos, como si lo utilizaran de armario trastero.

¿Dónde la había metido su tía?

Antes de que la recepcionista le hiciera caso, una mujer vestida con un traje chaqueta negro y una camisa blanca bajó por unas escaleras que habían perdido el color.

—No nos gusta el retraso señorita Arenas.

La conocía, así que ella debía de ser la directora Claudia Castillo. Era guapísima. De lejos le había parecido una mujer joven, pero cuando la tuvo a escasos metros se fijó en las arruguitas que comenzaban a salirle en las esquinas de los ojos y supo que se trataba de una mujer que probablemente rondaría los cincuenta. Su mirada de un verde oscuro era firme y parecía cansada, como si no le gustara su trabajo.

—Las personas que vienen a bailar aquí no tienen porqué esperarla.

—Disculpe, no volverá a suceder —se disculpó con una exhalación.

Y la siguió por las escaleras al piso superior. Entraron en un despacho, que aunque limpio, era muy anticuado. Le recordaba al de la directora de Annie, en la película de 1982.

—Siéntese por favor —le indicó, señalándole la silla que tenía frente a la suya—. Señorita Arenas, iré directa al grano porque no me gustan mucho estos rollos de las contrataciones —dijo, cruzándose de brazos. Su actitud era tan desganada que Daphne se preguntó si le gustaba algo de aquel lugar—. Como habrá podido comprobar, esto es una academia de pueblo, por lo que no asistimos a concursos, ni de aquí salen los mejores bailarines del país. Nosotros solamente ofrecemos servicio de baile para todo aquel que quiera aprender a bailar, ¿me entiende?

Daphne atisbó un deje de nostalgia en su voz y sintió una extraña necesidad de preguntarle si ella había sido bailarina, pero no lo hizo.

—Creo que sí.

En realidad no sabía exactamente a donde quería llegar, pero ella pareció leerle la mente.

—Lo que quiero decirle es que aquí no exigimos ni obligamos a las chicas a que cumplan con una serie de pautas y normas —algo en lo que Daphne estaba muy bien instruida—, pero eso no quiere decir que no se lo tome en serio o que permita que le tomen el pelo.

—No, claro que no.

Claudia Castillo la miró con suspicacia durante unos breves segundos antes de asentir con sutileza y entregarle una fina carpeta de cartón con el logo de Baila Conmigo.

—Bueno, pues si está de acuerdo con el contrato, comenzará mañana mismo.

Daphne sacó un par de folios del interior de la carpeta. Uno de ellos era el contrato y el otro un horario con las clases que impartiría. Leyó primero el segundo: tenía dos horas al día, por las mañanas, de urbano con dos grupos reducidos de diez personas cada uno. Por las tardes, enseñaría ballet a niños de entre cinco y seis años, dos días a la semana, y los otros tres, volvería al urbano con un grupo de adolescentes.

—Con el grupo de adolescentes tendrá que ser firme. Son bastante difíciles de manejar —apuntó la directora, al ver que estaba ojeando justo el apartado de ese grupo en concreto.

Daphne asintió, no muy segura de si sabría hacerlo. Impartiría, además, bailes de salón a un grupo de adultos, los lunes y martes a última hora de la tarde. Una vez leído el horario, pasó a los honorarios.

Sus ojos se abrieron de par en par cuando leyó la cifra.

—¿El... sueldo está correcto? —preguntó, casi tímida. Porque ese tipo de situaciones la incomodaba bastante. Pero, ¿quién narices cobraba cuatrocientos euros al mes? Vale que solo hacía veinte horas semanales, pero aun así, cinco euros la hora... No le daría para ahorrar casi nada a fin de mes.

—Veamos, señorita Arenas, usted me gustó porque a pesar de no tener título de conservatorio tiene un currículum interesante —y claro que lo tenía, quiso decirle.

Llevaba desde los cinco años bailando. Sabía ballet y clásico, los bailes de salón los conocía casi todos y cuando era adolescente se apasionó por el hip-hop y el break, los cuales acabó de pulir en Estados Unidos cuando convenció a sus padres de que la dejaran tomarse un año sabático para aprender idiomas.

Su único problema era no haber podido continuar con el conservatorio una vez pasó a la ESO, ya que sus padres se negaron en rotundo a que su pequeña y única hija dejara los estudios de lado para dedicarse por completo al baile.

—Además, Marisa me ha hablado muy bien de usted. Pero no voy a mentirle. Tengo más opciones, muchas con título incluido, por lo que puedo contratar a cualquier otra persona si no está interesada.

Daphne dudaba seriamente que tuvieran otras opciones tan buenas. No conocía a ninguna bailarina profesional que aceptara cobrar esa miseria dando clases en un pueblo totalmente desconocido.

Sintió unas ganas terribles de decirle que ahí se quedaba ella con su vieja academia, pero una imagen de sí misma vestida con camisa y pantalón de pinzas, sentada en un despacho revisando denuncias le puso el vello de punta. No estaba dispuesta a regresar a casa para que sus padres le dijeran que no haría nada en la vida sin ellos. Antes se cortaba los brazos y las piernas.

—Está bien, acepto las condiciones —suspiró.

No tenía otra opción: era eso o volver a casa.

Hizo de tripas corazón y firmó el contrato. No sin antes, echarle una última ojeada. Pensó en Mía, en la promesa que le hizo, segura que su amiga podría entenderla y perdonarla. Al final, Daphne no iba a triunfar como bailarina, sino a impartir clases de algo que le apasionaba.

Apartó ese pensamiento de su mente y dejó su firma en el papel.

—Genial, señorita Daphne. —Claudia Castillo sonrió—. ¡Pues bienvenida al equipo de Baila Conmigo!

—Gracias.

Hizo ademán de levantarse, dispuesta a marcharse, pero la directora no había terminado de hablar.

—Quiero que sepa que somos una academia que lleva ejerciendo desde hace muchos años —sí, ya lo había supuesto—, y nos gusta la puntualidad, la seriedad y el compromiso.

Y de eso ella sabía un rato... Al menos, del último punto. Los otros dos ya eran harina de otro costal.

—No se preocupe —le aseguró—. Es la primera vez que hago de profesora pero intentaré hacerlo lo mejor posible.

No mentía.

Necesitaba ese trabajo. 

Un baile y nada más   [FINALIZADA]Where stories live. Discover now