TREINTA Y NUEVE

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—¿Puedo pasar?

Marisa asomó la cabeza por la puerta de su habitación y la encontró hecha un ovillo escuchando a Ed Sheran en Shape of you. No había bajado a desayunar, alegando que le dolía la cabeza. Pero lo cierto era que, desde que llegó a casa la noche anterior, todavía no había dormido.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó su tía, depositando una bandeja azul celeste, con una taza de café y un par de tostadas con tomate, encima de la cama.

—Mejor —mintió.

No tenía hambre, ni ganas de levantarse de la cama. Hoy su estado de ánimo se resumía a escuchar música mientras se autocompadecía de sí misma. Qué triste, ¿no?

—Daphne —musitó Marisa, en un tono demasiado dulce hasta para su tía—. ¿Qué te ocurre?

—Nada —se incorporó, cogiendo la bandeja y colocándosela encima de las piernas—. Solo me encuentro un poco mal.

—Te noto apagada, querida —confesó su tía—. Llevas unos días en los que apenas sales de la habitación y, querida... eres un torbellino igual que yo.

Esa realidad logró sacarle una pequeña sonrisa.

Durante toda su vida, Daphne se preguntó a qué parte de su familia se parecía más. Si a la de su padre, del que había sacado sus facciones redondeadas y su carácter implacable, o a la de su madre, de quién había heredado el color de pelo, la estatura y el orgullo. No obstante, hasta que no conoció a Marisa, hermana de su abuela materna, no lo supo a ciencia cierta. Daphne se parecía más a su tía a que ninguna otra persona de su familia cercana.

Y le gustaba mucho que así fuera. Porque Marisa era una mujer maravillosa. Siempre dispuesta a hacer cualquier cosa por sus vecinos y su pueblo, con una sonrisa en la cara y una melodía entre los labios. Solía bailar al ritmo de la música que ponían en la radio mientras limpiaba, cocinaba o hacía cualquier otra cosa. Y Daphne, a veces, cuando su humor no estaba de capa caída, lo hacía con ella.

Su dramatismo formaba parte de su personalidad, y aunque era insoportable cuando se ponía en modo melancólica total, era divertido verla interpretar un papel. Daphne se descubrió, más de una vez, pensando en lo fácil que era vivir allí, en esa casa que parecía un expositor de chucherías, con una tía que no se metía en su vida, en un pueblo de escasos habitantes.

Nada que ver con como era vivir con sus padres.

—Solo estoy cansada —alegró—. Además, este pueblo... es complicado.

En realidad, ya estaba acostumbrándose a Torreluna. Pero esa era su excusa por excelencia cuando no quería dar explicaciones.

—Lo sé —palmeó una de sus espinillas con suavidad—. Pero, ¿sabes qué puedes ir y volver cuando te plazca, verdad? Que puedes irte este fin de semana, ver a tus padres, a tus amigos...

Daphne mordisqueó un trozo de tostada para no decirle que si regresaba a su casa, no estaba segura de querer volver. Al no responder, su tía se levantó y cuando creía que se marcharía, comenzó a rondar por el dormitorio. Descorrió la cortina, plegó un par de camisetas limpias que estaban hechas una bola encima del escritorio y colgó el albornoz en el cuarto de baño.

Ella a siguió con la mirada, sin entender muy bien qué estaba haciendo.

—¿Qué te traes con el vecino, querida? —atestó de golpe, provocando que ese trocito de pan que se había metido a la boca se le fuera por el otro lado.

Comenzó a toser como una loca.

—¿Qué? —preguntó cuando, la tos y el trago de café, asentaron su garganta.

—Con el chico de la Vega —posó sus manos en las caderas haciendo repiquetear sus pulseras de plata. Vestía unos pantalones rojos y un suéter de lana a flores amarillas.

—¿Con Lucas?

Su tía asintió.

—¿Has hablado con Alanna? —fue lo único que pudo preguntarle.

—No, claro que no. ¿Por qué?

Porque le había preguntado eso mismo anoche, cuando la descubrió con las manos en la masa. O, mejor dicho, entre los guantes.

—Entonces, ¿por qué me lo preguntas?

—Porque lo vi salir detrás de ti el día de la fiesta. —Mierda—. Y también sé que vino a verte la noche en la que me fui a dormir temprano.

Mierda por dos.

—Somos amigos —puntualizó.

Y no era mentira. Al fin de cuentas, había sido él el que lo había dicho.

—¿Amigos? —Marisa enarcó una ceja.

«Con derecho a comerse la boca siempre que estamos a putos centímetros del otro», quiso añadir, pero acabó afirmando con la cabeza.

Y, como si estuviera dando la conversación por finalizada, comenzó a beber sin mirarla. Su tía, para lo chismosa que solía ser su tía, aceptó su decisión sin rechistar.

—Está bien —levantó las manos—, te dejaré tranquila para que comas algo.

Un baile y nada más   [FINALIZADA]Where stories live. Discover now