CINCUENTA Y CINCO

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Ser el hijo de la directora de la academia tenía sus ventajas. Una de ellas era saber cuando su madre se iba a casa y le encargaba a Daphne que cerrara una vez acabara su última clase.

Lucas entró en la oscuridad de Baila Conmigo y fue directo a la única sala donde había luz. La puerta estaba entreabierta y de ella salía música de tango. Asomó la cabeza y encontró a Daphne bailando con el señor Gerardo mientras les enseñaba a los demás lo que parecía ser un paso nuevo. Recordó la primera vez que la vio luchar con estos señores enfurruñados y no pudo evitar sonreír.

Continuaban sin tenerle mucha fe a su forma de enseñar pero al menos ya no la trataban con desdén y eso a Lucas, de alguna forma, le gustaba. Involuntariamente golpeó la puerta con los nudillos, provocando que los bailarines pararan en seco y se giraran a mirarlo.

Los enormes ojos caramelo de Daphne se hicieron todavía más grandes cuando lo vio. Pudo advertir un brillo diferente en ellos y algo en su interior se accionó. Ella frunció el ceño y las comisuras de sus labios dibujaron una leve sonrisa, indicándole que estaba realmente sorprendida de verlo. Lucas asintió lentamente con la cabeza y se encogió de hombros. Él tampoco sabía muy bien que estaba haciendo allí.

Era curioso verlo a esas horas en la academia. Más que nada, porque nadie, excepto su hermana, su prima y su mejor amigo, sabía lo que había entre ellos. Y mejor que siguieran manteniéndolo en secreto. Le había costado casi cinco días conseguir que su hermana le devolviera la palabra aunque seguía molesta con él. Luego estaba su familia, que pondría el grito en el cielo si se enteraba de que se estaba acostando con la sobrina de Marisa, la cual, para su desgracia, estaba más loca que la tía.

Recorrió con la mirada su estrépito atuendo de camiseta azul cielo con un sol en medio y un pantalón de chandal naranja chillón, que no combinaba en absoluto con sus nike grises. ¿De donde sacaba la ropa esta mujer? Su armario debía de ser como un estuche de rotuladores.

—Buenas noches, señores —saludó al ver el asombro en la mirada de sus vecinos—. He venido a recoger unos papeles —mintió descaradamente, sin dejar de mirar las firmes y sensuales piernas de Bambi—. Pensaba que ya no había nadie.

—Buenas noches, Lucas —sonrió amablemente Tina, la mujer de Gerardo.

—A por unos archivos eh... —comentó Myrna con una mirada perspicaz.

—Disculpen, no quería interrumpirles —se vio obligado a decir, pero Daphne arrugó la nariz sabiendo que esa había sido exactamente su intención.

—¿Te apetece unirte a nosotros? —le preguntó ella enarcando las cejas—, nos vendría bien otro hombre más.

—¿Yo? Si soy un pésimo bailarín —confesó, intentando mantener ese aire distante que lo caracterizaba, aunque esa noche no se sintiera en absoluto así.

—No importa —intervino Jesús, tan alegre como siempre—. Daphne no lo hace tan mal. Puede enseñarte.

Vio a Bambi sonreír ante el comentario, a pesar de rodar los ojos con una paciencia infinita, y Lucas supo que iba a decir que sí. Porque no importaba lo mal que bailara y las pocas ganas que tuviera de aprender Tango, quería quedarse allí... con ella.

—Bueno, siendo así, está bien.

Evitó mirar a Daphne de frente. Fue suficiente con hacerlo de reojo para ver la enorme sonrisa que se había dibujado en su rostro. Dios, ¿y si pasaba de la clase y se la llevaba a los vestuarios a comérsela a besos?

No obstante, un segundo después se encontró cogiendo a Tina de la cintura mientras seguían las instrucciones de Daphne que, muy eficientemente, les decía lo que tenían que hacer. Su compañera no dejaba de sonreír entusiasmada, a pesar de que Lucas ya le había pisado al menos una docena de veces y tenía la certeza de que mañana la pobre no podría caminar con normalidad.

Un baile y nada más   [FINALIZADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora