10

919 35 0
                                    

Me despierto sobresaltada y con un profundo sentimiento de culpa,
como si hubiera cometido un pecado terrible.

¿Es porque me he follado a Mónica? ¿Una virgen?

Está acurrucada y profundamente dormida a mi lado. Miro el
radiodespertador: son más de las tres de la mañana. Mónica duerme el sueño profundo de los inocentes. Bueno, ya no tan inocente. Mi cuerpo se remueve al contemplarla.
Podría despertarla.
Follarla otra vez.
Es evidente que tenerla en mi cama tiene ciertas ventajas.

Vane. Acaba ya con esta tontería.
Tirártela no ha sido más que el medio para conseguir un fin, además de una distracción agradable.

Sí. Muy agradable.

Más bien increíble.

Solo ha sido sexo, no me jodas.

Cierro los ojos aunque sé que no podré dormirme, porque la habitación está demasiado impregnada de Mónica: su aroma, el sonido de su suave respiración y el recuerdo de mi primer polvo vainilla. Me abruman las
visiones de su cabeza echada hacia atrás por la pasión, de cómo gritaba una versión apenas reconocible de mi nombre, de su desatado entusiasmo por la unión sexual.

La señorita Carrillo es una criatura carnal.
Será un juguete al que podré entrenar.
Mi cuerpo se tensa; está de acuerdo.

Mierda.

No puedo dormir, aunque esta noche no son las pesadillas lo que me
tiene despierta, sino Mónica, tan menuda ella. Salgo de la cama,
recojo del suelo el condón usado para lubricar el arnés y lo tiro a la papelera. Saco unos pantalones de pijama de la cómoda y me los pongo, para luego ponerme un sujetador.
Durante unos instantes, contemplo a la tentadora mujer que yace en mi
cama, y luego voy a la cocina. Tengo sed.
Después de beberme un vaso de agua, hago lo de siempre cuando no
puedo dormir: echo un vistazo a mis correos electrónicos en el estudio.
Sole ha regresado y pregunta si pueden guardar el Charlie Tango.
Stephan debe de estar durmiendo en la planta de arriba. Le contesto al correo con un sí, aunque a estas horas de la noche ya se da por sentado.

Vuelvo al salón y me siento al piano, uno de mis mayores placeres, algo que me permite evadirme durante horas. Sé tocar bien desde que tenía nueve años, pero no fue hasta que tuve mi propio piano, en mi propia casa, cuando de verdad se convirtió en una pasión. Cuando necesito desconectar del mundo, toco el piano. Y ahora mismo no quiero pensar en que le he
hecho proposiciones deshonestas a una virgen, en que me la he tirado ni en que le he desvelado mi estilo de vida a alguien sin experiencia. Con las manos sobre las teclas, empiezo a tocar y me abandono a la soledad de Bach.
Un movimiento me distrae de la música y, al levantar la mirada, veo a Mónica de pie junto al piano. Envuelta en un edredón, con la melena alborotada descendiendo en ondas por su espalda, los ojos luminosos… está arrebatadora.

—Perdona —dice—. No quería molestarte.

¿Por qué se disculpa?

—Está claro que soy yo la que tendría que pedirte perdón. —Toco las últimas notas y me pongo de pie—. Deberías estar en la cama —la regaño.

—Un tema muy hermoso. ¿Bach?

—La transcripción es de Bach, pero originariamente es un concierto
para oboe de Alessandro Marcello.

—Precioso, aunque muy triste, una melodía muy melancólica.

¿Melancólica? No es la primera vez que alguien utiliza ese adjetivo para describirme.

—¿Puedo hablarle con libertad, señorita? —inma está arrodillada junto a mí mientras trabajo.

—Puedes.

—Señorita, hoy está usted muy melancólica.

—¿De verdad?

—Sí, señorita. ¿Hay algo que yo pueda hacer…?

Ahuyento el recuerdo. Mónica debería estar en la cama. Insisto en ello

—Me he despertado y no estabas.

—Me cuesta dormir. No estoy acostumbrada a dormir con nadie.

¿Por qué le he dicho eso? ¿Acaso me estoy justificando? Rodeo con un
brazo sus hombros desnudos, disfrutando del tacto de su piel, y me la llevo de vuelta al dormitorio.

—¿Cuándo empezaste a tocar? Tocas muy bien.

—A los seis años. —Mi respuesta es brusca.

—Ah —dice ella.

Creo que ha pillado la indirecta: no quiero hablar de mi infancia.

—¿Cómo te sientes?

—Estoy bien.

Hay sangre en mis sábanas. Sangre de ella. Pruebas de su virginidad
perdida. Su mirada se desplaza rápidamente de las manchas a mí, y luego mira a otro lado, incómoda.

—Bueno, la señora Jones tendrá algo en lo que pensar.

Parece muy avergonzada.
Se trata de tu cuerpo, cariño.
Le cojo la barbilla e inclino su cabeza hacia atrás para poder ver su expresión. Estoy a punto de darle una pequeña charla para que no se avergüence de su cuerpo, pero de repente alarga una mano directa a mi pecho.

Joder.

Doy un paso atrás para apartarme cuando la oscuridad aflora.

No, no me toques.

—Métete en la cama —en un tono más brusco de lo que pretendía.

Espero que no haya detectado mi miedo. Sus ojos se abren mucho,
confusos, tal vez heridos.
Maldita sea.

—Me acostaré contigo —añado como oferta de paz.

Saco una camiseta de un cajón de la cómoda y me la pongo deprisa,
para protegerme.
Ella sigue de pie, mirándome.

—A la cama —ordeno, más agresiva esta vez.

Moni se mete en mi cama y se tumba; yo me estiro detrás de ella y la
estrecho entre mis brazos. Hundo la cabeza en su pelo e inspiro el dulce aroma: otoño y manzanos. De espaldas a mí no puede tocarme, y mientras estoy ahí tumbada decido que me quedaré acurrucada con ella hasta que se duerma. Después me levantaré y trabajaré un poco.

—Duerme, Moni.

Le beso el pelo y cierro los ojos. Su aroma invade mi nariz, me
recuerda una época feliz y me deja saciada… incluso contenta…

Hoy mami está alegre. Está cantando.
Canta sobre lo que tiene que ver el amor con esto.
Y cocina. Y canta.
Siento un burbujeo en el estómago. Está preparando beicon y gofres.
Huelen muy bien. A mi estómago le gustan el beicon y los gofres.
Qué bien huelen.

Cuando abro los ojos, la luz entra a raudales por las ventanas. Percibo un aroma que proviene de la cocina y se me hace la boca agua. Beicon. Por un momento me siento desconcertada. ¿Ha vuelto Gail de casa de su
hermana?

Entonces lo recuerdo.
Mónica.

Echo un vistazo al reloj y veo que es tarde. Salto de la cama y sigo mi olfato hasta la cocina.
Ahí está. Se ha puesto mi camisa, se ha hecho dos trenzas en el pelo y está bailando al ritmo de una música que no puedo oír: lleva puestos unos auriculares. Aún no me ha visto, así que me siento junto a la barra de la
cocina a disfrutar del espectáculo. Está batiendo huevos, prepara el
desayuno, sus trenzas rebotan cada vez que salta de un pie a otro y
entonces me doy cuenta de que no lleva ropa interior.

Buena chica.

Debe de ser una de las mujeres más descoordinadas que he visto jamás.
Resulta divertido, encantador y extrañamente excitante al mismo tiempo; pienso en todas las formas que tengo para mejorar su coordinación.

Cuando se da la vuelta y me ve, se queda paralizada.

—Buenos días, señorita Carrillo. Está muy activa esta mañana.

Parece aún más joven con esas trenzas.

—He… He dormido bien —tartamudea.

—No imagino por qué —bromeo, y admito que yo también he dormido
bien.

50 sombras de Martín (v) Where stories live. Discover now