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Me mira a los ojos; los suyos están muy abiertos y tienen las pupilas
oscuras, dilatadas.

—Pensaba que te gustaba que me acabara toda la comida del plato.

—Ahora mismo, señorita Carrillo, me importa una mierda su comida.

—Vanesa, no juegas limpio, de verdad.

—Lo sé. Nunca he jugado limpio.

Nos miramos en un duelo de voluntades, conscientes ambas de la
tensión sexual que se propaga entre las dos a través de la mesa. Llevo mis dedos a los botones de mi camisa y desabrocho dos.
Por favor, ¿es que no puedes hacer lo que te dicen que hagas y punto?,
le imploro con la mirada. Pero sus ojos destellan con una mezcla de
sensualidad y desafío y una sonrisa se dibuja en sus labios. Sin dejar de
mirarme fijamente, coge un espárrago y se muerde el labio con
deliberación.

¿Qué está haciendo?

Muy despacio, se mete la punta del espárrago en la boca y lo chupa.

Joder.

Está jugando conmigo… una táctica peligrosa que hará que me la folle
encima de la mesa.

Oh, siga así, señorita Carrillo.

La miro, cautivada, y excitada por momentos.

— Mónica, ¿qué haces? —la advierto.

—Estoy comiéndome un espárrago —contesta con una sonrisa
falsamente tímida.

—Creo que está jugando conmigo, señorita Carrillo

—Solo estoy terminándome la comida, señorita Martín.

Sus labios se curvan y se separan despacio, carnosos, y la temperatura
aumenta varios grados entre ambas. De verdad que no tiene ni idea de lo
sexy que es… Estoy a punto de abalanzarme sobre ella cuando el
camarero llama a la puerta y entra.
Maldita sea.
Dejo que retire los platos y centro de nuevo mi atención en Mónica. Pero tiene otra vez el ceño fruncido y se toca nerviosa los dedos.

Mierda.

—¿Quieres postre? —le pregunto.

—No, gracias. Creo que tengo que marcharme —contesta sin dejar de
mirarse las manos.

—¿Marcharte? —¿Se va?

El camarero se lleva los platos a toda prisa.

—Sí —dice Mónica con voz firme y resuelta. Se pone en pie para marcharse y yo me levanto automáticamente—. Mañana tenemos las dos la ceremonia de la entrega de títulos.

Esto no entraba en los planes.

—No quiero que te vayas —le suelto, porque es la verdad.

—Por favor… Tengo que irme —insiste ella.

—¿Por qué?

—Porque me has planteado muchas cosas en las que pensar… y necesito
cierta distancia. —Sus ojos me suplican que la deje marchar.

Pero hemos llegado muy lejos en la negociación. Ambas hemos hecho
concesiones; podemos lograr que funcione. Tengo que hacer que esto
funcione.

—Podría conseguir que te quedaras —le digo, sabiendo  que podría
seducirla ahora mismo, en esta sala.

—Sí, no te sería difícil, pero no quiero que lo hagas.

Esto va de mal en peor… He ido demasiado lejos. No es así como creía
que acabaría la velada. Me paso los dedos por el pelo, frustrada.

—Mira, cuando viniste a entrevistarme y te caíste en mi despacho, todo
eran «Sí, señorita», «No, señorita». Pensé que eras una sumisa nata. Pero, la
verdad, Mónica, no estoy segura de que tengas madera de sumisa.

Avanzo los pocos pasos que nos separan y la miro a los ojos, que
brillan con determinación.

—Quizá tengas razón —dice.

No. No. No quiero tener razón.

—Quiero tener la oportunidad de descubrir si la tienes. —Le acaricio la
cara y el labio inferior con el pulgar—. No sé hacerlo de otra manera, Mónica. Soy así.

—Lo sé —dice.

Inclino la cabeza para acercar mis labios a los suyos, y espero hasta que
ella lleve su boca hacia la mía y cierra los ojos. Quiero darle un beso
breve, casto, pero en cuanto nuestros labios se tocan ella se lanza contra
mí, me aferra el cabello con las manos, su boca se abre, su lengua se
vuelve apremiante. Aprieto mi mano contra la parte baja de su espalda, la
presiono contra mí y la beso más profundo, correspondiendo a su pasión.
Dios, cuánto la deseo.

—¿No puedo convencerte de que te quedes? —susurro en la comisura de sus labios.

50 sombras de Martín (v) Onde histórias criam vida. Descubra agora