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Son más de las nueve. ¿Cuándo fue la última vez que dormí hasta más
tarde de las seis y media?
Ayer.
Cuando dormí con ella.

—¿Tienes hambre? —pregunta.

—Mucha.

No sé si de desayunar o de ella.

—¿Tortitas, beicon y huevos? —ofrece.

—Suena muy bien.

—No sé dónde están los manteles individuales —dice con aspecto de
sentirse algo perdida.

Creo que está avergonzada porque la he sorprendido bailando. Me
apiado de ella y me ofrezco a preparar la mesa para el desayuno.

—¿Quieres que ponga música para que puedas seguir bailando?

Se ruboriza y mira al suelo.
Maldita sea. La he molestado.

—No te cortes por mí. Resulta muy entretenido.

Me da la espalda haciendo un mohín y sigue batiendo los huevos con
entusiasmo. Me pregunto si sabrá lo irrespetuoso que resulta eso para
alguien como yo… pero es evidente que no se da cuenta, y por algún
motivo incomprensible me hace reír. Me acerco a ella con sigilo y le tiro de una trenza.

—Me encantan, pero no van a servirte de nada.

No van a protegerte de mí. No ahora que te he poseído.

—¿Cómo quieres los huevos? —Su tono es inesperadamente descarado
y tengo ganas de reírme a carcajadas, pero me contengo.

—Muy batidos —contesto intentando poner cara de póquer, aunque no
lo consigo.

Ella también intenta disimular su risa y sigue con su tarea.
Tiene una sonrisa cautivadora.
Saco los manteles individuales, los coloco deprisa y me pregunto
cuándo fue la última vez que hice eso por alguien.
Nunca.
Lo normal es que durante el fin de semana mi sumisa se encargue de
todas las labores domésticas.

Pues hoy no, Vanesa, porque esta chica no es tu sumisa… todavía.

Sirvo zumo de naranja para las dos y pongo en marcha la cafetera. Ella
no bebe café, solo té.

—¿Quieres un té?

—Sí, por favor. Si tienes.

En el armario encuentro las bolsitas de Twinings que le pedí a Gail que comprara.

Mira por dónde, ¿quién habría dicho que al final las usaría?

Arruga la frente al verlas.

—El final estaba cantado, ¿no?

—¿Tú crees? No tengo tan claro que hayamos llegado todavía al final,
señorita Carrillo—respondo con expresión severa.

Y no hables de ti de esa manera.

Añado su falta de autoestima a la lista de conductas que habrá que
modificar.

Mónica evita mi mirada, ocupada en servir el desayuno. Coloca dos platos sobre los manteles individuales y luego saca el sirope de arce de la nevera.
Cuando levanta la vista y me mira, estoy de pie esperando a que se
siente.

—Señorita Carrillo—digo, y le señalo su asiento.

—Señorita Martín—contesta en un tono falsamente formal.

Al sentarse se encoge un poco.

—¿Estás muy adolorida?

Me sorprende un desagradable sentimiento de culpa. Quiero follármela otra vez, a ser posible después de desayunar, pero si está demasiado adolorida no podrá ser. Quizá debería usar su boca esta vez.

A Mónica se le salen los colores.

—Bueno, a decir verdad, no tengo con qué compararlo —contesta de
manera cortante—. ¿Querías ofrecerme tu compasión?

Su tono sarcástico me pilla desprevenida. Si fuera mía, se habría ganado al menos una buena zurra, puede que sobre la encimera de la cocina.

—No. Me preguntaba si deberíamos seguir con tu entrenamiento básico.

—Oh.

Se ha sobresaltado.

Sí,Mónica, también podemos follar durante el día. Y me encantaría
llenarte esa boca.

Doy un bocado a mi desayuno y cierro los ojos para saborearlo. Está delicioso. Cuando trago, veo que todavía me mira fijamente.

—Come, Mónica—le ordeno—. Por cierto, esto está buenísimo.

Sabe cocinar, y muy bien.
Come un poco y luego se limita a remover el desayuno en el plato. Le pido que deje de morderse el labio.

—Me desconcentras, y resulta que me he dado cuenta de que no llevas
nada debajo de mi camisa.

Moni toquetea la bolsita de té y la tetera sin hacer ningún caso de mi
enfado.

—¿En qué tipo de entrenamiento básico estás pensando? —pregunta.
Su curiosidad no tiene límites… Veamos hasta dónde es capaz de llegar.

—Bueno, como debes de estar adolorida, he pensado que podríamos dedicarnos a las técnicas orales.

Escupe el té en la taza.

Mierda. No quiero que se atragante. Le doy unos golpecitos suaves en la espalda y le acerco un vaso de zumo de naranja.

—Si quieres quedarte, claro.

No debería tentar a mi suerte.

—Me gustaría quedarme durante el día, si no hay problema. Mañana
tengo que trabajar.

—¿A qué hora tienes que estar en el trabajo?

—A las nueve.

—Te llevaré al trabajo mañana a las nueve.

¿Qué estoy diciendo? ¿De verdad quiero que se quede otra noche?
Eso es una sorpresa incluso para mí.

Sí, quiero que se quede.

—Tengo que volver a casa esta noche. Necesito cambiarme de ropa.

—Podemos comprarte algo.

Se aparta el pelo de la cara y se muerde el labio con nerviosismo… otra vez.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—Tengo que volver a casa esta noche.

Caray, qué terca que es. No quiero que se marche, pero a estas alturas, y sin acuerdo, no puedo insistir en que se quede.

—De acuerdo, esta noche. Ahora acábate el desayuno.

Observa la comida que queda en el plato.

—Come, Mónica. Anoche no cenaste.

—No tengo hambre, de verdad —dice.

Joder, qué frustrante es esto.

—Me gustaría mucho que te terminaras el desayuno —insisto en voz baja.

—¿Qué problema tienes con la comida? —me suelta.

Ay, nena, no quieras saberlo, de verdad.

—Ya te dije que no soporto tirar la comida. Come.

La fulmino con la mirada.
No me presiones con esto, Mónica. Me mira con expresión testaruda, pero empieza a comer.
Al ver cómo se mete un tenedor cargado de huevo en la boca me relajo.

Tiene una actitud desafiante, aunque a su manera. Y eso es algo único.

Nunca me he enfrentado a ello. Sí. Exacto. Mónica es una novedad. Por eso me fascina… ¿verdad?

Cuando termina de comer le retiro el plato.

—Tú has cocinado, así que yo recojo la mesa.

—Muy democrática —dice levantando una ceja.

—Sí. No es mi estilo habitual. En cuanto acabe tomaremos un baño.

Y podré poner a prueba sus técnicas orales.
Inspiro deprisa para
controlar la súbita excitación que me provoca esa idea.

Mierda.

Le suena el teléfono y Mónica se retira a un rincón de la cocina, metida ya en la conversación. Me detengo junto al fregadero a mirarla. Está de pie
contra la pared de cristal y la luz de la mañana recorta la silueta de su cuerpo bajo mi camisa blanca. Se me seca la boca. Está muy delgada, tiene las piernas largas, unos pechos perfectos y un culo ideal.

Todavía pegada al móvil, se vuelve hacia mí y yo finjo que estoy
interesada en otra cosa. Por algún motivo no quiero que me pille
comiéndomela con los ojos.

¿A quién tiene al teléfono?

Oigo que menciona el nombre de patricia y me pongo tensa. ¿Qué le
estará contando? Nuestras miradas se encuentran.
¿Qué le estás diciendo, Mónica?
Ella se vuelve hacia otro lado y un momento después cuelga, luego se
acerca hacia mí moviendo las caderas a un ritmo suave y seductor bajo la camisa. ¿Debería decirle que la veo?

—¿El acuerdo de confidencialidad lo abarca todo? —pregunta.

Me quedo paralizada mientras sujeto la puerta de la despensa que estaba a punto de cerrar.

50 sombras de Martín (v) Where stories live. Discover now