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Patricia, que lee sentada en el sofá, alza la vista y enarca las cejas, sorprendida.

Vamos, Patricia, no irás a decirme que nunca has visto a una chica en sujetador y con el labial corrido  porque eso no te lo crees ni tú.

—Patri, ¿dónde puedo encontrar vasos, hielo y un sacacorchos? —
pregunto, sin prestar atención a la cara de escandalizada que pone.

—Mmm… En la cocina. Ya voy yo. ¿Dónde está Mónica?

Ah, se preocupa por su amiga. Bien.

—Ahora mismo anda un poco liada, pero le apetece beber algo.

Cojo la botella de chardonnay.

—Sí, ya veo —dice patricia, y la sigo hasta la cocina, donde me
señala unos vasos que hay sobre la encimera.

Están todos fuera, supongo que a la espera de que los empaqueten para la mudanza. Me tiende un
sacacorchos y saca de la nevera una bandeja de hielo, de la que extrae los cubitos.

—Todavía quedan muchas cosas que embalar. Ya sabes que Francis nos
está echando una mano, ¿no? —comenta con retintín.

—¿Ah, sí? —murmuro, distraída, mientras abro el vino—. Pon el hielo en los vasos. —Le indico dos con la barbilla—. Es un chardonnay. Con hielo pasará mejor.

—Te hacía más de vino tinto —observa cuando sirvo la bebida—.
¿Vendrás a echarle una mano a Mónica con la mudanza?

Le brillan los ojos. Está desafiándome.

Tú ni caso, Vanesa.

—No, no puedo —contesto, cortante, porque me cabrea que intente que
me sienta culpable.

Aprieta los labios y me doy la vuelta para salir de la cocina, aunque no lo bastante rápida para librarme de su expresión desaprobadora.

Que te den.

No pienso colaborar de ninguna de las maneras. Mónica y yo no tenemos
ese tipo de relación. Además, no me sobra el tiempo.

Regreso al dormitorio, cierro la puerta y dejo atrás a patricia y su
desdén. Mónica está tumbada en la cama, jadeante y a la expectativa, tiene un efecto apaciguador inmediato. Pongo el vino sobre la mesilla de noche, me saco el paquetito plateado del
pantalón y lo coloco junto a la botella antes de dejar caer al suelo el pantalón y mi ropa interior, que liberan mi arnés, lo cual me hace soltar una sonrisa boba.

Doy un sorbo de vino, sorprendida al ver que no está nada mal, y observo a Mónica . No ha dicho ni una palabra. Tiene el rostro vuelto hacia mí, con los labios ligeramente separados, anhelantes. Cojo el vaso y vuelvo a sentarme a horcajadas sobre ella.

—¿Tienes sed, Mónica?

—Sí —jadea.

Doy otro sorbo, me inclino y, al besarla, derramo el vino en su boca. Se relame y su garganta emite un débil murmullo agradecido.

—¿Más? —pregunto.

Asiente, sonriendo, y la complazco.

—Pero no nos excedamos. Ya sabemos que tu tolerancia al alcohol es
limitada, Moni —bromeo, y sus labios se separan para formar una
amplia sonrisa.

Me agacho de nuevo y vuelvo a darle de beber de mi boca mientras ella
se retuerce debajo de mí.

—¿Te parece esto agradable? —pregunto mientras me tumbo a su lado.

Se queda inmóvil, muy seria, pero abre los labios a causa de su
respiración agitada.

Doy otro trago de vino, aunque esta vez también cojo dos cubitos.
Cuando la beso, empujo un trocito de hielo entre sus labios y luego voy trazando un sendero de besos helados por su piel fragante, desde la garganta hasta el ombligo, donde deposito el otro fragmento y un poco de vino.

Aspira sobresaltada.

—Ahora tienes que quedarte quieta. Si te mueves, llenarás la cama de
vino y no queremos eso. —Le hablo en un susurro y, cuando vuelvo a besarla justo por encima del ombligo, ella mueve las caderas—. Oh, no. Si derrama el vino, la castigaré, señorita carrillo.

Gime en respuesta y tira de la corbata.

Lo mejor para ti…

Le saco los pechos del sujetador, primero uno y luego el otro, de
manera que quedan apoyados en los aros. Son turgentes y están expuestos, justo como me gustan. Despacio, paseo mi lengua por ellos.

—¿Te gusta esto? —murmuro, y soplo suavemente sobre un pezón.

Ella abre la boca en una exclamación muda. Me coloco otro trozo de hielo entre los labios y recorro su piel despacio desde el cuello hasta el pezón, dibujando un par de círculos con el cubito. La oigo gemir. Cojo el
hielo con los dedos y continúo atormentando sus pezones con mis labios helados y lo que queda del cubito, que se derrite entre mis yemas.
Entre jadeos y suspiros, noto que va tensándose debajo de mí, pero
consigue estarse quieta.

—Si derramas el vino, no dejaré que te corras —advierto.

—Oh… por favor… Vanesa… señorita… por favor… —suplica.

Qué placer oírle pronunciar esas palabras…

Todavía hay esperanza.
No es una negativa.

Deslizo los dedos por su cuerpo en dirección a las bragas, acariciando su piel suave. De pronto, mueve las caderas y el vino y el hielo derretido
del ombligo se derraman. Me acerco rápidamente para bebérmelo,
besándolo y chupándolo de su cuerpo.

—Querida, te has movido. ¿Qué voy a hacer contigo?

Meto los dedos por dentro de las bragas y, al hacerlo, rozo el clítoris.

—¡Ah! —gimotea.

—Oh, nena —murmuro, admirada.

Está húmeda. Muy húmeda.

¿Lo ves? ¿Ves lo agradable que es esto?

Le introduzco dos dedos y se estremece.

—Estás lista tan pronto —le susurro, y los muevo despacio
dentro y fuera de ella, con una cadencia que le arranca un largo y dulce gemido.

Sus caderas empiezan a levantarse para ir al encuentro de mis
dedos.

Vaya, le encanta.

—Eres maravillosa.

Continúo hablando en voz baja, y ella se acomoda al ritmo que
impongo cuando empiezo a trazar círculos alrededor de su clítoris con el pulgar, acariciándola y atormentándola.
Grita, su cuerpo se arquea debajo de mí. Necesito ver su expresión, por lo que alargo la otra mano y le paso la camiseta por encima de la cabeza.
Abre los ojos y la débil luz la hace parpadear.

—Quiero tocarte —dice con voz ronca y cargada de deseo.

—Lo sé —susurro sobre sus labios y la beso, manteniendo el ritmo
implacable de los dedos.

Sabe a vino y a deseo. A fuerza y malicia. A pecado, uno que me gustaba mucho cometer. Y me corresponde con una avidez que
desconocía en ella. Le sujeto la cabeza por detrás, para que no la mueva, y continúo besándola y masturbándola hasta que empiezo a notar que tensa las piernas, y justo entonces ralentizo el ritmo de mis dedos.

Ah, no, nena, no vas a correrte aún.

Hago lo mismo tres veces más sin dejar de besarle la dulce y cálida
boca. A la quinta, detengo los dedos en su interior y me acerco a su oreja.

—Este es tu castigo, tan cerca y de pronto tan lejos. ¿Te parece esto
agradable?

—Por favor —gimotea.

Dios, cómo me gusta oírla suplicar.

—¿Cómo quieres que te folle, Mónica? ¿Me quito esto y te follo?— bajé la vista hasta mi arnés y ella se mordió el labio.

Mis dedos se mueven de nuevo y sus piernas empiezan a estremecerse,
por lo que vuelvo a ralentizar el ritmo de la mano.

—Por favor —repite en un suspiro tan leve que apenas la oigo.

—¿Qué quieres, Mónica?

—A ti… ahora —implora.

—Dime cómo quieres que te folle. Hay una variedad infinita de maneras —le susurro.

Aparto la mano, cojo el preservativo que había dejado sobre la mesita de noche y me arrodillo entre sus piernas. Con la mirada clavada en la suya, le quito las bragas y las dejo caer al suelo. Tiene las pupilas dilatadas, unos ojos sugerentes y anhelantes que abre mucho mientras me
coloco el condón poco a poco.

—¿Te parece esto agradable? —pregunto mientras tomo el arnés con mi mano izquierda para llevarlo a la entrada de su sexo.

—Era una broma —gimotea.

¿Una broma?
Gracias a Dios.
No todo está perdido.

—¿Una broma? —repito mientras bajo uno de mis dedos hasta mi sexo, estoy húmeda.

—Sí. Por favor, Vanesa—me ruega.

—¿Y ahora te ríes?

—No.

Apenas la oigo, pero el modo en que sacude ligeramente la cabeza me
dice todo lo que necesito saber.
Viendo cómo me desea… podría correrme en la mano solo con
mirarla. La agarro y le doy la vuelta para alzar su precioso, su hermoso culo. Es demasiado tentador… Le doy un azote en el trasero, con fuerza, y la penetro.
¡Joder! Está a punto.
Las paredes de su sexo aprisionan el arnés y se corre.
Mierda, ha ido demasiado rápido.
La sujeto por las caderas y me la follo, duro, embisto contra su trasero en medio de su clímax. Aprieto los dientes y empujo una y otra vez, hasta que empieza a excitarse de nuevo.

Vamos. Una vez más, le ordeno mentalmente sin dejar de
embestirla.

Gime y jadea debajo de mí mientras una película de sudor le cubre la
espalda.

Le tiemblan las piernas.
Está a punto.

—Vamos, Mónica, otra vez —gruño.
Y por medio de una especie de milagro, su orgasmo traspasa su cuerpo y penetra en el mío.

Joder, menos mal.
Siento mi sexo empapado, y el arnés ha hecho media parte de lo que prometía. Necesito usarlo bien con ella.

Santo Dios. Me desplomo sobre ella. Ha sido agotador.

—¿Te ha gustado? —le susurro al oído intentando recuperar el aliento.

Salgo de ella y me quito el maldito condón mientras ella sigue tumbada
en la cama, jadeando. Me levanto y me visto deprisa, y cuando he
terminado me agacho para desatar la corbata y dejarla libre. Mónica se da la vuelta, flexiona las manos y los dedos y vuelve a colocarse el sujetador.

Después de taparla con la colcha me tumbo a su lado, incorporado sobre
un codo.

—Ha sido realmente agradable —dice con una sonrisa traviesa.

—Ya estamos otra vez con la palabrita.

Yo también sonrío, satisfecha.

—¿No te gusta que lo diga?

—No, no tiene nada que ver conmigo.

—Vaya… No sé… parece tener un efecto beneficioso sobre ti.

—¿Soy un efecto beneficioso? ¿Eso es lo que soy ahora? ¿Podría herir
más mi amor propio, señorita carrillo?

—No creo que tengas ningún problema de amor propio.

Frunce el ceño un breve instante.

—¿Tú crees?

El doctor Flynn tendría mucho que decir al respecto.

50 sombras de Martín (v) Where stories live. Discover now