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—No. — responde fríamente.

—Pasa la noche conmigo.

—¿Sin tocarte? Olvídalo.

Maldita sea. La oscuridad se despliega en mis entrañas, pero no hago
caso.

—Eres imposible —murmuro; me retiro y observo su cara y su
expresión tensa, inquietante.—¿Por qué tengo la impresión de que estás despidiéndote de mí?

—Porque voy a marcharme. ¿No ves?

—No es eso lo que quiero decir, y lo sabes.

—Vanesa, tengo que pensar en todo esto. No sé si puedo mantener el
tipo de relación que quieres.

Cierro los ojos y apoyo la frente contra la suya; luego hundo la nariz en
su pelo e inhalo su aroma dulce, otoñal, y lo grabo en mi memoria.

Basta. Suficiente.
Retrocedo un paso y la suelto.

—Como quiera, señorita Carrillo.  La acompaño hasta el vestíbulo.

Le tiendo la mano, quizá por última vez, y me sorprende lo doloroso
que me resulta este pensamiento. Ella coge mi mano, y bajamos juntas a la
recepción.

—¿Tienes el tíquet del aparcacoches? —le pregunto cuando llegamos al
vestíbulo. Mi tono de voz es calmado y sereno, pero por dentro soy un
manojo de nervios.

Saca el tíquet del bolso, y se lo entrego al portero.

—Gracias por la cena —dice.

—Ha sido un placer como siempre.

Esto no puede ser el final. Tengo que enseñarle… mostrarle lo que
realmente significa todo esto, lo que podemos conseguir juntas. Debe
conocer las posibilidades que nos ofrece el cuarto de juegos. Entonces se
dará cuenta. Tal vez sea la única forma de salvar este trato. Me vuelvo
hacia ella.

—Esta semana te mudas a Madrid. Si tomas la decisión correcta, ¿podré
verte el domingo? —le pregunto.

—Ya veremos. Quizá —contesta.

Eso es un no.

Advierto que tiene la piel de gallina en los brazos.

—Ahora hace fresco. ¿No has traído chaqueta? —le pregunto.

—No.

Esta mujer necesita que alguien cuide de ella. Me quito la americana y se la entrego.

—Toma. No quiero que cojas frío.

Se la pongo sobre los hombros y ella se la ciñe, cierra los ojos e
inspira profundamente.

¿Le atrae mi aroma? ¿Como a mí me atrae el suyo?

Tal vez no todo está perdido…

El aparcacoches aparece con un Volkswagen Escarabajo.

¿Qué coño es eso?

—¿Ese es tu coche?

¡No puedo creérmelo!

El mozo le tiende las llaves y yo le doy una generosa propina. Merece
un plus de peligrosidad.

—¿Está en condiciones de circular? —La fulmino con la mirada.

¿Cómo va a estar segura en esa cafetera oxidada?

—Sí.

—¿Llegará hasta Madrid?

—Claro que sí.

—¿Es seguro?

—Sí. —Intenta tranquilizarme—. Vale, es viejo, pero es mío y funciona. Me lo compró mi padrastro.

Cuando sugiero que podríamos solucionarlo, enseguida entiende lo que
estoy ofreciéndole y su expresión cambia al instante.

Se ha puesto furiosa.

—Ni se te ocurra comprarme un coche, Vanesa —dice en tono imperativo.

—Ya veremos —murmuro tratando de mantener la calma.

Abro la puerta del conductor, y mientras ella sube me pregunto si
debería pedirle a sole que la lleve a casa.

Maldita sea. Acabo de
recordar que esta noche está libre
Cierro la puerta y ella baja la ventanilla… con una lentitud desesperante.
¡Por el amor de Dios!

—Conduce con prudencia —rezongo.

—Adiós, Vanesa—dice, y le flaquea la voz, como si estuviera
conteniendo las lágrimas.

Mierda. Mi estado de ánimo pasa de la irritación y la inquietud por su
integridad física a la impotencia mientras su coche se aleja por la calle.

Comprarle un coche nuevo entra a mi lista de prioridades, porque no podría permitirme que siga conduciendo esa arma mortal.

50 sombras de Martín (v) Where stories live. Discover now