★ 3

55.1K 3.4K 108
                                    

Un camarero barrigón me conduce hasta las cocinas, a través de un pasillo negro y plateado. Hay poca iluminación pero, joder, no hay nadie aquí, ¿para qué la necesitarían?

Oigo el repiqueteo de mis stilettos contra el suelo, también mi respiración agitada y el castañeo de los dientes de aquel hombrecito; puede que su corazón latir. ¿O es el mío? Lo que sé a ciencia cierta es que los movimientos bruscos que hace con su cabeza no son obra de mi imaginación. Oh, el chef no le gusta; no le gusta nada.

El pasillo oscuro se ilumina de repente por una puerta que dificulta la entrada de aire. Opaca en su totalidad exceptuando dos pequeñas circunferencias que coronan cada parte de la doble puerta dejan pasar un ligero rayo que deslumbra al barrigón, que se retira con una reverencia. Vaya qué modales.

Mis dedos fríos y delgados se colocan en la entrada de la cocina y me muerdo la lengua. Hay que ser cobarde para no entrar como debería hacerlo, tirita en mano, y gritando como una condenada.

Oigo el murmullo de una voz femenina muy aguda, contrastada por la amenazante y grave voz del hombre que le contesta.

Pego mi oreja en la pequeña abertura y dejo que el aire caliente de la cocina entre en mis tímpanos.

–...pero...pensé que... –la voz llorosa de una chica me hace pegarme más a la puerta.

–Piensa mucho y razona poco, señorita García. A estas alturas ya debería haberla echado, no me pregunte qué me impulsa a no hacerlo, porque no lo sé. Dé gracias a Dios y váyase de mi vista –gruñe una voz masculina grave y de tono constante y firme. Mucho más elegante que la del maître, sin lugar a dudas, con un acento que anima a mi yo interior a aplaudir sin parar.

Oigo una puerta cerrarse y, segundos más tarde, un golpe seco en la mesa, seguido de maldiciones en alemán.

«Esta es la mía».

Empujo con todas mis fuerzas la doble puerta y entro por ella como si fuera parte del reparto de alguna película de acción.

Un joven, muy joven para ser chef, rubio, vestido con una chaquetilla impoluta y unos jeans que marcan sus perfectas y musculadas piernas se gira hacia mí.

Maldigo el momento en que lo hace.

Es alto, muchísimo más alto que yo —que con los Louboutin mido cerca del metro ochenta—, por lo que me observa de arriba abajo desde el rascacielos donde sus ojos se encuentran. Malditos ojos azules, que se me clavan como púas en los míos, haciendo que me duela hasta verlos.

Su pelo rubio desordenado en varias direcciones brilla bajo el bendito foco que hay sobre su cabeza de perfecta forma. Sus pómulos ligeramente marcados, su mentón varonil y su suave nariz me hacen maldecir, otra vez, hacia su persona.

Sus manos, grandes aunque refinadas siguen la dirección de sus brazos, que se cruzan sobre su pecho.

Su pie empieza a dar golpecitos en el suelo con sus Adidas negras, algo que me pone más nerviosa aún.

–¿Usted qué quiere? –me pregunta, para relamerse los labios después.

«Me cago en su estampa y en la de la Virgen».

Mi corazón bombeaba más rápido que de costumbre, acompasado con mi parpadeo de Minnie Mouse, que se mueve a la misma velocidad que la luz.

–Ehm... –balbuceo, ante la atenta mirada del chef. Mi respiración es agitada, tanto que me asusta hasta a mí misma.

–Señora, no tengo tiempo para juegos. Si me disculpa, debo marchar a casa.

Se empieza a desabrochar la chaquetilla y, literalmente, la garganta se me cierra de golpe y me impide respirar.

«Joder, habla ya».

Sonrío, mostrando mis dientes. Él levanta las cejas.

–Mire usted, caballero –«Que alguien me mate si acabo de decir eso»–, me he encontrado una tirita dentro de mi plato.

–No es mi problema que vaya soltando esparadrapos por el restaurante, yo solo soy el chef –me reprende, y la forma con la que pronuncia las erres me obliga a tragar saliva.

–El caso es que esa tirita no era mía. Estaba dentro del plato –recalco.

–Señora, yo no la puedo creer sino...

Abro mi mano delante de de su perfecta nariz, elevando el brazo a su altura.

–¿Eso qué es?

–Una tirita, está claro.

–Eso no ha salido de mi cocina.

–Un cojón de pato que no ha salido de tu cocinita Barbie –digo, aumentando mi tono de voz, borrando la estúpida sonrisa que se me había formado en la cara.

–Cuide su vocabulario, por favor.

–Encima me vas a decir lo que tengo que hacer.

–No nos conocemos, tráteme de usted.

Bajo la mano de golpe, haciendo que la tirita caiga al suelo. Remato la caída libre con un pisotón que hace que mi vestido vuele un poco.

–Como me vuelva a decir lo que tengo que hacer le juro que dejo la cara como un mapa.

El chico se deshace de la chaquetilla y descubro, bajo ella, una camisa blanca.

–¿Le importaría gritar menos? Es un restaurante, por si no lo recuerda.

–Estamos usted y yo solos en todo este pasillo. Me da a mí que no nos va a oír nadie.

Me ruborizo ante mi propio comentario.

–Si no le importa, tengo mejores cosas que hacer.

Coge su maletín y se dispone a salir, pero yo le cojo el brazo y le estiro, intentando que se quede.

–Suélteme.

Sus músculo son fuertes y se tensan a mi tacto.

–¿Qué va a hacer con la tirita? –pregunto, rebajando los humos y soltándole cuando se gira hacia mí.

–Si le digo que le regalo el postre, ¿se queda más contenta?

–Si le digo que mi madre es como un gorila en celo se va a disculpar.

–¿Que su madre qué?

–Pídame disculpas y le juro que el asunto queda zanjado.

–No sería ético.

–Lo que no sería ético sería lo contrario.

Miro fijamente sus ojos azules, clavados en mí, que me escrutan como si fueran a la última persona que observaran.

–No me voy a disculpar por algo de lo que no tengo la culpa.

Y, dejándome con la palabra en la boca y un rubor incipiente en las mejillas, el chef del Simply Soft me deja a solas con un par de utensilios de cocina a mano.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now