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–¿Qué?– pregunta mi madre cuando me ve llegar.

Me tiro sobre el sillón y me pongo las manos en la cara para que no me observe como suele hacerlo.

–¿Qué de qué?

Levanto la mirada para encontrarme con sus ojos amenazándome.

–Que qué te ha dicho.

–Que no es su problema· digo, encogiéndome de hombros.

–¡Será masoca!

Pega un golpe en la mesa y la familia de al lado se nos queda mirando. Reconozco al hombre de inmediato. Y él a mí.

–¡Señorita Sastre!

–Señor de Oleza– saludo, sin tanta efusividad.

El dueño del restaurante se levanta de su asiento para acercarse a mi mesa. Le doy la mano.

Mi madre me mira incrédula.

–¿Qué tal va la cena?– pregunta, sonriendo.

–Digamos que mal. Bastante mal. Horrible– me quejo, evitando mirarle a los ojos de cerdo que tiene, redondos y oscuros.

–Perfectamente– asegura mi madre a la vez que yo lo desmiento.

El dueño del Simply Soft ríe y hace levantar a su mujer, que me da dos besos a mí primero y luego a mi madre.

–Soy Aretha, la esposa de Guillermo, encantada– dice, sonriendo.

Aretha tiene, por lo menos, veinte años menos que el calvo señor de Oleza. Tiene el pelo muy rubio debido al tinte platino que le han metido en su pelo liso, pero contrasta a la perfección con sus ojos azules pequeños. Su nariz pequeña y redonda y sus labios finos y muy rosados me recuerdan a un enanito de Blancanieves, sin poder evitarlo.
Delgadita de compostura y muy bajita completan mi comparación.

–¿Es usted extranjera?– pregunta mi madre, mirándola de arriba abajo.

–No, pero mi madre es sudafricana.

–Ah.

Mi progenitora se encoge de hombros y me pega una suave patada en la espinilla.

Me froto la pierna. Puede que no me haya pegado un golpe muy fuerte, pero sus zapatos no están hechos de cojines precisamente.

–¿Por qué razón la cena no le está siendo agradable?– pide cordial el señor de Oleza.

Levanto mi sopa otoñal y le muestro con el tenedor el insecto redondo que hay sobre un trozo de pimiento. Un insecto que bien podría estar ya frito.

–¿Qué se supone que es eso?– grita el hombre, sin poder remediarlo, escandalizado.

Se me hincha el pecho de orgullo y, de un manotazo, envío mi pelo a la otra parte del hombro.

–Su querido chef sigue vacilándome.

–Oh, vamos, no es posible. Un fallo se pasa, pero ¿dos? No puedo más, lo voy a matar con mis propias manos. Esto es inaceptable.

–No hay que recurrir a la violencia– dice mi madre, asustada ante la reacción de Guillermo.

–Exacto, querido, deja vivir al pobre chico, debe tener una mala semana.

–Una mala semana es habérsele quemado el solomillo, haberse caído por las escaleras e incluso habérsele caído un pequeño insecto en algún plato por error. Pero en menos de una semana haberle puesto a la pobre chica una tirita y una mosca muerta, eso sí que es imperdonable. Parece que lo hace adrede.

Me mojo los labios con vino, pues se me han secado de tanto bufar.

Parpadeo un par de veces para asegurarme de que las lentillas siguen estando allí y sonrío, satisfecha. Al fin alguien piensa como yo.

–No pienso dejar que le hagas nada al pobre Hugo– dice la mujer, interponiéndose en el vínculo maligno que nos ha unido a su marido y a mí.

–¿Y eso por qué?

–Recuerda que se ofreció a darle clases de cocina a Claudia, tu hija, que quiere ser cocinera como él.

El hombre se gira hacia su mesa, donde una chica que no debe superar los once años teclea en su móvil algo.

Al lado suyo, hay un chico de unos dieciocho o diecinueve años, que se ha quedado apoyado en la silla durmiendo la mona con la boca abierta.

–Sí, tienes razón.

–Y recuerda que lleva cada mañana a Ángel a la universidad, porque dice que le pilla de camino.

–Sigues teniendo razón.

De repente, esa mujercita me cae mal.  ¡Que egoísta es al pensar que a mí no me afecta lo que el chef de pacotilla me eche en mi plato! ¡Y a mí qué si el tal Hugo Schneider les hace de criado por su propia voluntad!

Mi madre se mantiene al margen, comiendo de su chuletón para que no se enfríe, disfrutando de cada bocado.

–¿Y yo qué?– suelto, mientras marido y mujer se miran con pasión. Casi vomito ante la imagen.

–Ah, señorita Sastre, usted también tiene razón. ¿Puede quedarse hasta las doce y media y voy con usted a hablar con el chico?

–Hablar. Hablar es lo que hicimos el otro día. Yo quiero derramamiento de sangre.

–Ni que estuviésemos en plena guerra, chica– se mete la mujer.

–Usted cállese. Me importa un pimiento lo que diga.

–¡María!– me llama la atención mi madre, con la boca llena.

Le hago un gesto con la mano para que se calle ella también y yo me levanto.

Le saco dos cabezas a la mujer.

–Precioso vestido– dice, intentando parecer simpática.

–Lo sé– hago notar la tensión.

–¿No podemos hacer algo sin violencia hacia Hugo?– pregunta el dueño, mirándome con ojos de cordero.

–Oh, vamos, yo no puedo opinar en este tema, es usted su jefe.

–¿Y si el domingo se lo doy, como chef personal?

–Ni que fuera un esclavo– digo.

–¡Sí!– grita mi madre al unísono–. Digo, no.

–¿Otra cena?– pregunta, mirándome, intentando que sea comprensiva.

–¿Gratis?– pregunto, mirándole.

–Completamente.

La mujer me mira sonriendo, al igual que mi madre, que se lo pasa teta, pero yo no estoy tan convencida.

No quiero volver a pasar un calvario por venir a este restaurante de lujo a cenar, estoy cansada de quejarme y volver a quejarme.

–Declino la oferta, señor De Oleza– digo, después de sopesar ideas–. Pero le tendré en cuenta, que tanto usted como ese hijo de puta, me deben una.

El Chef (2015)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora