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Con los últimos llantos llego al clímax de mi depresión improvisada.

Busco con la mirada mi teléfono, que debería estar en algún sitio cerca de mi cama, pero no lo veo.

Me froto la nariz con la mano derecha mientras toqueteo el edredón en busca del aparato electrónico con la otra.

Lo único que siento es el frío que desprende el edredón de plumas, ambientado en una oscura e inmortal habitación.

Sonrío al pensar en aquella palabra que tantas controversias ha formado: inmortal. Hay gente que cree en ello. Hay gente que piensa realmente que alguien puede vivir eternamente, alguien que no muere.

Yo no creo en esas tonterías, aunque yo no me creo nada ya.

No creo en el amor, no creo en la familia, no creo en nada.

Mi familia me odia, mi novio me dejó por otra y mi hermana tiene pareja. Un chico probablemente más feo que pegar a un padre, pero tiene novio. Y yo no. A mí me ha dejado.

Por fin palpo una superficie plana de cristal y la cojo.

Intento desbloquear la pantalla del móvil, pero no funciona. Debería habérmelo imaginado cuando Pablo Alborán dejó de cantar de golpe, pero no lo hice. Porque no creo en nada, no creo en el final de algo. De la batería, por ejemplo.

Me echo hacia atrás, cayendo suavemente sobre la cómoda almohada de látex y el edredón de plumas, quien acoge mi caída con tal delicadeza que me hace pensar que soy un ángel.

Recuerdo de repente que sí creo. Mi abuela me hizo creer en Dios cristiano y católico, en el Dios al que debía dirigir mis plegarias y mis oraciones.

Pongo en boca de Dios lo que estoy diciendo ahora. No creo en nada aparte de Él, puede ser que porque Él no sea nada.

Hay historias en las que Dios se manifiesta, se hace ver y sentir, en las que Dios es amor y nada más.

Pero el amor no existe, son los padres, como los Reyes Magos.

Y Dios no tiene nada que ver con ello.

Recuerdo mi infancia, cuando oía a mi padre la víspera de la Epifanía del Señor, llevando los regalos del garaje hasta el árbol de navidad del salón. Por aquel entonces pensaba que era real, que eran Melchor, Gaspar y Baltasar quienes entraban en mi casa, quienes me traían regalos porque me portaba bien.

Era inocente, alejada de la vida real. De la vida en la que el amor no existe y todo es un cuento. Aquella en que hablar bien no te lleva a ser mejor persona. Aquella en que ser la hija perfecta no te hace superior.

Odio pensar en mi hermana, la favorita. Odio su intento de perfección, las alabanzas de mis padres. Ella no dice malas palabras, es una señorita con un doble grado y un novio que, según dice, la quiere.

Yo soy simplemente la hija mayor, la dependiente, la que no sabe hacer un huevo frito. Soy la hija que se sacó la carrera y consiguió un trabajo cerca de casa, pues quería vivir con sus padres, no se veía capaz de alejarse de ellos y de su infancia. Soy la hija torpe, malhablada e idiota, la que está para ser amada por sus abuelos. La que sólo cuenta con una abuela, la única que la escucha y entiende.

Soy la hija a la que ha dejado el novio, a la que le depara un futuro alejado del mundo, un futuro inexistente. Una muerte triste y alejada de todo. Porque odio a todo el mundo y no creo en nada.

No sé cuándo las lágrimas han vuelto a empezar, pero me dejan la almohada mojada y sé que tendré que aguantarme el frío porque tendré que girarla. Y la parte contraria del cojín siempre está fría, como mi corazón y mi cerebro.

Me aferro a mi móvil, que tiene más rajaduras que el juguete del gato de mi hermana.

Oigo risas desde el salón de mi casa. Risas distantes, de las personas que se han olvidado de mí porque creen que es lo mejor.

Mis padres creen que es lo mejor dejarme sola, dejarme independiente, lo contrario que hicieron con la perfecta Carolina.

Lanzo el móvil al suelo y me froto la nariz fría y húmeda con la mano.

Me olvido de que no creo en el amor y una imagen viene a mi mente.

Veo a mis padres, a mi hermana, a mi novio y a un cura. El cura nos da los votos y mi novio me besa. Veo cómo me besa.

Pero abro los ojos y no está. El malparido se ha ido.

Vuelvo a dejar caer los párpados y veo un espejo. En él estoy reflejada yo. Yo, estoy yo, pero diferente. Estoy la yo que creo ser. Pero soy yo. La narcisista malhablada que debe creerse superior a los demás por el simple hecho de que sino, nadie la aceptará. Veo la yo fría, distante, cortante, odiada. La que odia y es odiada, sí. Yo me quiero así.

De repente, las imágenes de esta mañana se abordan en mi mente creyente del amor.

De repente, aparece Hugo Schneider gritándome, creyéndose superior a mí. Después su rostro se transforma en el mío y me veo reflejada, otra vez, gritándome. Esta vez es mi cara en el cuerpo de Hugo Schneider quien me grita.

Entro en razón.

No soy perfecta. No soy tan perfecta como creo ser.

Suerte que cuando me duerma, olvidaré mis últimos pensamientos, no me veo capaz de sobrellevar el trauma de ver mi cara en un cuerpo de hombre.

Tampoco quiero recordar que tengo esperanzas en nada.

Sólo quiero recordar que mi móvil no tiene batería y que le he hecho una raja más.

Es entonces cuando cierro los ojos y vuelvo a ser niña, ilusionada con los Reyes Magos y con los unicornios rosas. Aunque no me gusten los caballos.

Vuelvo a ser niña porque he empezado a soñar.

Mi respiración se acompasa y dejo de ser María Sastre para convertirme la pequeña María, aquella que temía mucho y razonaba poco.

Aquella que aún creía en el amor.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now