★ 40

27.2K 1.9K 56
                                    

–¿Qué coño?– digo, examinando el lugar.

Doy unos pasos y casi me choco con un camarero que va demasiado rápido como para percatarse de mi presencia. Voy hacia atrás, espantada.

La cocina es un completo caos. Hay más gente de lo normal, todo el mundo apelotonado, y huelo a mil y una cosas —entre ellas el maravilloso hedor del sudor—.

Me pega una arcada nada más inspirar.

–¿Qué está pasando aquí, Hugo?– pregunto, al chocarme contra él por ir dando pasos hacia atrás.

–Intenta que te hagan caso y que te lo expliquen, porque es prácticamente imposible– asegura.

Ruedo los ojos en búsqueda de algo que me pueda servir para elevarme unos centímetros, pero todo está ocupado. Todo menos...

–¿De verdad que es necesario esto?–-dice, agarrándome de los muslos y ayudándome a subir a su espalda.

–No toques– digo, pegándole un manotazo.

–Se me ha dormido un pie.

–¿Que tiene que ver ésto ahora?

Consigo instalarme en sus hombros y pongo las manos sobre su cabeza.

Dejo que mis piernas caigan a ambos lados de su cuello, haciendo que me las agarre por si acaso se me ocurre tirarme para atrás.

–Silva– ordeno, desordenándole el cabello rubio.

Él me obedece, colocándose los dedos en la boca y produciendo un escandaloso sonido que llama la atención de prácticamente todos.

Bajo la mirada y veo su rostro rojo por el esfuerzo, una vena hinchada en su cuello y las manos sin presión arterial.

Necesito adelgazar. En serio.

–¡Bien!– grito, tambaleándome sobre los hombros del hijo de mi jefe, negando con la cabeza para borrar mis pensamientos.

Parece que voy borracha.

–Ahora mismo me vais a decir qué está pasando aquí– digo, haciendo equilibrio con los brazos para no caerme. Los hombros de Hugo Schneider son anchos pero inestables. Tomo nota.

–¡Crítico!– oigo decir a más de uno.

–¿Qué?– pregunto, dándole golpecitos en la cabeza al chef, esperando a que me baje.

Sorprendentemente, me entiende y me deja en el suelo agarrándome por la cintura en un movimiento contorsionista que, seguro, no podrá repetir, obviamente aliviado, suspirando cuando mis tacones chocan contra las baldosas.

–El señor Schneider ha venido nada más abrir para avisarnos de que hoy va a pasar un día en el hotel un crítico gastronómico para degustar el desayuno, la comida y la cena– anuncia uno.

–¿Un qué?– repito, incrédula. ¿Por qué yo no sabía esto?

–¿Por qué no estaba informado?– me quita las palabras el chef, imponiéndose.

–Su padre dijo que no debíamos preocuparle. La ceremonia de entrega de las Estrellas Michelín está cerca y sabemos que también busca la tercera para el Simply Soft.

Miro hacia arriba, hacia Hugo, quien frunce el ceño y se arremanga la camisa.

–¡Vamos equipo! Nada de buffets cutres de nueve noventa. Aquí hacemos comida a la carta. Somos un restaurante con cualidades– dice a la vez que hace que un cocinero le explique algo que no logro oír.

–¿Qué está pasando?-–me digo, inevitablemente confusa.

El mismo camarero con el que me he estampado se para delante mío, preparado para resolver mis dudas.

–¿Por qué hay tanta gente?– pregunto, subiéndome las gafas y colocándome un mechón detrás de la oreja.

–Están los del turno de fines de semana también, señorita.

Frunzo el ceño.

Yo soy la primera en saberlo todo, la primera en conocer cada detalle de lo que ocurre en mi hotel, y no estoy informada de nada envolvente a este tema de crítico gastronómico. Pese a que sea un restaurante propiamente dicho, sigue siendo dependiente de mi hotel de cinco estrellas.

Me doy la vuelta y me alejo del cúmulo de olores guturales que envuelven la cocina, obviamente afectada por la desconfianza hacia mi persona.

Vuelvo hacia el vestíbulo, donde Carlos, aburrido, lee un folleto de excursiones.

–¿Qué ha pasado?– pregunta, cotilla.

–No lo sé– afirmo, totalmente sincera.

–Por cierto, el bombón del Range Rover te espera allí fuera.

–¿Qué?

Sigo el dedo que indica la salida y veo allí, aparcado en doble fila, el coche favorito de mi querida madre. Y, obviamente, el suyo también.

–¿Qué coño hace él aquí?– digo, agachándome un poco para ver mejor el exterior.

–Te ha dejado y se ha ido, pero después ha vuelto. Está fuera del coche frotándose las manos en los pantalones desde hace quince minutos aproximadamente.

Carlos deja el folleto donde le corresponde y apoya la cabeza sobre una de sus manos, que a la vez está apoyada en el vidrio del mostrador.

–Está buenísimo– suspira.

–A ti te gustan todos, petardo.

–Y tú les gustas a todos. No sé cómo lo haces, con esa barriga fofa y esos muslos de cerdo en lactancia. Por no hablar de tu inmadurez crónica y tu obvia bipolaridad.

–No sé si sentirme simplemente ofendida o si pegarte un puñetazo en esa nariz aguileña enorme.

–No te pongas quisquillosa ahora– ríe–. Era broma. Si fuera hetero, seguro que ya te hubiera empotrado contra la pared de tu despacho.

–Me da a mí que no– digo, mirándole con asco.

Él pone una mano en su boca, como si estuviera sorprendido y luego ríe.

–Si te adelgazaras y tu cara no pareciera estar hecha con un compás –reflexiona–, además de quitarte esas gafotas y olvidar la gomina en el pelo, tal vez sí.

Alzo una ceja.

–Eres asqueroso.

Vuelve a reír, con una mano sobre su boca pequeña y en forma de corazón.

–Anda, tonta, ve con tu amado– se burla, señalando el Range Rover.

Niego con la cabeza, pero voy igualmente. ¿No le había dicho que se marchara y que ya llamaría a mi hermana después?

–¡Hey!– grito, moviendo los brazos, llamando los ojos del castaño de ojos celestes.

–María– gesticula.

Le digo con una mano que venga hacia mí, pero traga saliva y mira hacia otro lado.

Rápidamente, abre la puerta del coche y se mete en él.

Tarda menos de diez segundos en ponerlo en marcha y salir de allí, dejándome desconcertada.

–¿Se puede saber qué coño te pasa, Andrés?

El Chef (2015)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora