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El señor De Oleza es un hombre de gran barriga y mayor bigote. O al revés. Tiene la cabeza brillante por los últimos rayos de sol que anuncian el fin del día de mi cumpleaños, el más extraño que nunca he tenido.

Todavía tengo el recuerdo asqueroso de la tirita en mi boca, a la vez que la carne que por desgracia decidí probar. Qué asco.

–Señorita me besa la mano, cortés y baboso, el dueño del restaurante probablemente más caro de la isla. Un asco en toda regla –. He llamado al joven y vendrá a las siete en punto.

Frunzo el ceño, mirando el reloj, fregándome la otra mano en mis pantalones para quitarme la saliva de aquel hombre de la mano.

–Queda un minuto, no creo que llegue a tiempo– digo, confusa, levantando la mirada hacia la bajita bola de grasa que me sonríe simpático desde su posición.

–No desconfíe de la puntualidad alemana.

Me río ante el comentario, mientras envío todo mi peso al pie derecho, calzado por unas manoletinas demasiado planas de las que seguro que después me arrepentiré de haber llevado.

Mis vaqueros me aprietan un poco más cada vez que me muevo, algo que me recuerda que tengo que adelgazar, aunque siempre que veo postre ataco como si se me fuera la vida en ello.

–Señor– oigo con un acento muy marcado justo detrás mío.

–¿Qué hay, malnacido? ¿Recuerdas a esta jovencita tan bella?– inquiere el dueño del restaurante, levantando mucho su cabeza redonda. Parece una bola de bolos.

–Señor De Oleza, yo...

–Salúdela– manda el calvo, señalándome, con los brazos en jarra. Parecía más agradable por teléfono.

Me giro lentamente para levantar la cabeza como si delante mío tuviese una jirafa. Que la tengo.

–Señora...– sus ojos se agrandan al instante y me siento victoriosa por primera vez en todo el día.

Menudos ojazos, por cierto.

–¿Qué tal, chef? ¿Recuerda ayer por la noche haberme echado, literalmente, a patadas?– sonrió tan falsamente, que me podrían dar un premio a mejor segunda cara.

–Yo no le pegué ninguna patada- su voz es firme, seria y templada. Da miedo.

Me sorprende que me mire como si fuera un ser superior, por encima del hombro, como si fuera una pelusa en un jersey de lana.

–Lo sabemos todos– se mete su jefe–. Ahora, explíqueme qué es esto de poner tiritas en la comida de los clientes.

–Yo no fui, señor. Alguno de mis cocineros tuvo un descuido que no puedo solventar. Además, disculpe que se lo diga, pero es un mísero error.

–Suena hasta convincente- murmuro, más para mí que para nadie.

–Si un cliente se queja, tienes que disculparte– le recuerda el protocolo el calvo, alzando sus cejas de dos dedos de grosor despeinadas y grisáceas.

El alemán se pone firme, aunque no abandona su gesto altivo, como si lo que va a decir le importara tanto como aplastar una cucaracha con la suela del zapato.

–Le pido disculpas, señorita...

–Sastre– aclaro, sabiendo que su disculpa es tan sincera como la amabilidad de su jefe con sus empleados.

–Señorita Sastre– susurra.

Su voz es más sexy de lo que recordaba, algo que me hace perder el juicio durante algunos segundos, que me sirven para fijarme en el color zafiro de sus ojos.

–Bien, entonces. Si usted está satisfecha...– asiento, aunque la verdad es todo lo contrario.– ¿Le parecería que la invitáramos a otra cena? Gratis, completamente, claro está. Dígale al chef el día que quiere, está a su servicio.

–El viernes– río. Me encanta el tener control sobre un hombre tan cuadriculado. Es exquisitamente perfecto.

Él saca su móvil y se lo apunta, murmurando cosas ininteligibles al oído humano corriente. Sonrío, victoriosa.

–El chef siente las molestias– aclara el señor De Oleza, aunque sé que él tampoco lo ha oído.

–Lo siento de verdad, señorita Sastre– murmura el alemán, con el ceño fruncido.

Sé que no le gusta hacer esto y me encanta.

–Bien– dice Guillermo–. Todo arreglado. ¿Quiere tomar algo, señorita? Yo invito. Tenemos un bar exquisito aquí... ¿Un Martini?– niego con la cabeza–. ¿Un Gin Tonic, tal vez?

Levanto la mirada. ¿No era hoy mi cumpleaños?

–Un Gin Tonic no estaría mal, si no le supone un problema.

El chef me mira fulminante mientras yo me burlo de él con la mirada.

–Bien, entonces– murmura De Oleza, sacando unas llaves del bolsillo de su americana, cuyo botón no llega a abrocharse, con las que abre la puerta de vidrio de la entrada del Simply Soft–. Las damas primero.

Sonrío y me adentro en el local, tan satisfecha conmigo misma como nunca lo había estado.

He ganado esta batalla.

–Todavía no has ganado la guerra– suma el chef, gruñendo tras de mí, leyendo mi mente, a la vez que la puerta del local se cierra con un portazo y un tintineo de llaves.

El Chef (2015)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora