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Cierro los ojos, hinchados, húmedos y pesados, acurrucándome dentro de mi cama, echando sobre mi cabeza el edredón blanco estampado con sutiles rosas rosas, y aspirando el aroma a suavizante que mis sábanas emanan.

Doblo las piernas y me pongo de lado, con la imagen de Hugo Schneider en mi cabeza, de su cuerpo desnudo, de su piel tersa, de su increíblemente musculada espalda y el tacto rasposo de sus manos callosas por mis muslos.

Me permito sonreír, todavía abrumada por aquello, recordando su olor personal, el de su perfume, y el del detergente de su lavadora en sus sábanas, con un toque de lavanda demasiado femenino para tratarse de un hombre como él.

De pronto, oigo el chasquido de la llave de la luz de la otra habitación y, acto seguido, un par de pasos que terminan justo enfrente de mi puerta de madera de roble entreabierta, por la que veo su horrible barba de cinco días y su pelo castaño desordenado sobre la frente.

–¿Estás despierta?– pregunta con la voz más suave que alguien se puede permitir, apoyando una mano en el umbral y asomando la cabeza por la rendija, permitiéndole a su pelo un sutil movimiento casi imperceptible.

–No– le respondo yo, con la voz grave y ronca, acompañada de un gruñido posterior, con el que me tapo la cabeza con la almohada.

–¿Puedo hablar contigo?– insiste él, sin moverse de donde está, respetuoso.

–No– repito, bajando mi edredón y mirándolo con la cabeza ladeada sobre el cojín de Hello Kitty que tengo al lado.

La puerta se abre un poco más y su cabeza se adelanta, aunque no logro ver su rostro, pues está a contraluz.

–Yo... Necesito que leas la carta. Delante mío. No puedo soportarlo más– su voz suplicante llora compasión, de la que yo, a la una de la madrugada, carezco.

–No– es mi respuesta final, antes de palpar con la mano mi mesita de noche para dar con mis tapones para dormir, color rosa fresa, que a veces me estresan y otras veces, me alivian.

Andrés baja la cabeza y quita la mano del marco de la puerta, apartándose de mi espacio vital con evidente decepción.

Mis manos topan de pronto aquel papel rugoso, antes que los tapones para los oídos, y giro la cabeza hacia él, aunque no lo veo, porque estoy a oscuras.

Pongo los ojos en blanco y enciendo la luz de la lamparilla, que, tenue, me anuncia que debo cambiar la bombilla.

El reloj marca la una y diecisiete de la madrugada, pero niego con la cabeza y agarro la carta y mis gafas, que me pongo con torpeza, antes de colocar la almohada delante del cabecero e incorporarme.

–Andrés– le llamo, aunque sé que no se ha movido–. Tú ganas.

La puerta, justo a los pies y a la derecha de mi cama, se va abriendo con delicadeza, y mi cuñado, o el que lo fue, entra en mi habitación con la cabeza gacha y las manos entrelazadas.

–Gracias– me dice.

Ruedo los ojos y le señalo la silla de mi escritorio, pero él ya se ha sentado a la altura de mis muslos, en la cama.

–Me siento mal por hacerle esto a Lina – confieso, rompiendo el sello de cera roja.

–No es culpa tuya. Es mía. Yo soy el culpable de este desastre, no tú.

Evito mirarle a los ojos, y saco la epístola del sobre, desdoblándola para leerla en voz alta.

Pronto me doy cuenta de que no puedo, porque se me nubla la vista por el cansancio, y mis párpados se caen con los dos bostezos seguidos que hago.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now