★ 14

34.4K 2.2K 51
                                    

Miro el reloj para darme cuenta de que mi estado de somnolencia va acorde con el horario establecido por toda España.

El señor De Oleza mira impacientemente su barriga, como si quisiera encontrar algo en ella que se saliera de lo normal. Como si pudiera verse los pies.

Bufo, cruzándome de brazos, dando golpecitos en el suelo con mis stilettos, más y más impaciente a cada minuto que pasa.

Oímos un estornudo y, de inmediato, el calvo dueño del restaurante abre la puerta que nos separa de la cocina donde el hombre al que en este momento odio más recoge sus cuchillos mientras echa la bronca a una chica que tiene la nariz roja y los ojos llorosos. La misma con la que hablaba el día en que nos conocimos. El día en que Jorge me habría pedido matrimonio. Y no puedo evitar que me suene, que su cara me resulte familiar.

Entro en la habitación siguiendo a Guillermo, quien está dando vueltas alrededor de una mesa llena de vitrocerámicas.

El chef se nos queda mirando con odio, rabia y planificación de asesinato, mientras la chica, que lleva una coleta deshecha y los botones de su chaquetilla mal abrochados, se muerde la manga de su distinción de cocinera con nerviosismo a la vez que sorbe por la nariz.

–¿Qué hacen aquí?– brama exaltado el extranjero, con peor carácter que aquella vez en que mi padre se enteró de que había apuñalado sin querer a la muñeca preferida de mi hermana con el cepillo de dientes de La Sirenita. Fue el peor día de mi vida. Aún conservo el trauma de sus escupitajos en mi inocente cara por culpa de sus gritos exhaustivos.

–Oh, tú me dirás, desgraciado– contesta con el mismo tono de voz el cabreado dueño.

–¡Yo no le he hecho nada a esta mujer! ¡Todo el día anda persiguiéndome para echarme en cara algo de lo que yo no tengo la culpa! ¡Me cago en Dios!

Lo que veo a continuación no es digno de mis pequeños y marrones ojos. Ni los acaramelados de la chica que sale despavorida acto seguido, después de mirarme con desprecio. ¿Qué coño?

–¡Blasfemo!– grita el señor De Oleza, amenazando con el dedo, escupiendo con cada sílaba que pronuncia– ¡Hereje! ¡Hijo de atea sin escrúpulos!

Me tapo las orejas fingiendo que sus insultos son superiores a mi capacidad cerebral, apoyándome en uno de los hornos que hay pegados a una de las paredes de la estancia.

–¡Señor! ¡Señor de Oleza!– intenta hacerse notar el chico entre grito y grito.

–¡Te voy a matar, malparido!

Me bajo de mis tacones para ir descalza hacia donde se encuentran los hombres peleando. Toco un hombro de Hugo y, cuando se gira, le pego un puñetazo en la frente.

–¡¿Qué hace?!– grita, apretándose la cabeza para luego observarse las manos, como si con mis puños de Blancanieves fuera capaz de hacerle sangre.

–¡Búscate a otra persona a la que joder la noche! Por tu culpa odio este restaurante. Y a ti.

El señor De Oleza ha dejado de gritarle para separarse y agarrarse de los cabellos, murmurando cosas incomprensibles, moviéndose por el establecimiento, nervioso.

–Oh, no, no, no... Me van a meter en la cárcel... ¡Señor, ayúdame!

Pone las manos en el cielo, invocando las fuerzas de la luz LED que tiene encima.

Tanto el chef como yo nos quedamos con el ceño fruncido mirando las ridiculeces del hombre.

–¿Guillermo? ¿Que hace?– me aventuro a preguntar, con la mano dolorida todavía.

Joder. Yo sí que voy a ir a la cárcel. He pegado a una persona sin motivos, porque sí. Porque soy así de guay.

El chef guarda sus cuchillos a toda prisa y se dispone a salir, mientras se quita la chaquetilla rápidamente.

–Tú no vas a ninguna parte– le digo, poniendo la voz grave, como si tuviera algún poder sobre aquel hombre de ojos azules que me mira con odio, intentando ocultar mi mueca de dolor, sacudiendo mi mano para evadirlo.

El señor De Oleza se gira hacia nosotros, con la culpa reflejada en su rostro.

–No le digas nada a mi mujer, me va a matar, le prometí que hablaría cordialmente contigo, que llegaríamos a un acuerdo mutuo– dice, suplicando.

–Así que de eso se trataba– río, frotándome la mano con el vestido.

–Sí, joder, claro que sí, señorita Sastre.

Me pongo una mano en la boca y río más fuerte. El dueño del Simply Soft me mira como si estuviera loca, con el ceño fruncido.

Es entonces cuando oímos una puerta cerrarse.

–Dimito– se escucha a lo lejos.

Y, por mi culpa, Hugo Schneider ha dejado de ser el chef del restaurante más prestigioso de la ciudad. Maldita tirita y maldita mosca que tuvieron que meterse en mi plato.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now