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Pegada a mi osito de peluche, duermo plácidamente soñando con una invasión de ardillas arco iris que quieren eliminar todo el agua del mundo para que la humanidad se extinga.

Una luz proveniente del pasillo seguida de un portazo me hace abrir un ojo y darme cuenta de que las ardillas arco iris sólo existen cuando voy borracha o cuando duermo.

La puerta de mi habitación se abre lentamente, dejando pasar una tenue luz que supongo que viene de la habitación de mi hermana.

Vuelvo a cerrar el ojo y respiro hondo, esperando a que sea un poco de viento producido por la puerta cerrada.

Cuando estoy a punto de dormirme, noto la presencia de alguien a mi lado, oyendo su floja respiración y sus repentinos suspiros.

Mi corazón se dispara de repente, indispuesta para pelear contra algún ladrón o asesino que ha irrumpido en mis sueños.

Oigo un golpe en el suelo, justo al lado de la cama y entreabro los ojos, lo suficiente para que la luz no me moleste, aunque dude que por mucho que los abra me hiera.

Veo una sombra agachada, probablemente de rodillas en el suelo, girada hacia mí.

Yo suelo dormir de lado, por lo que la tengo enfrente.

Siento aire caliente sobre mi rostro, supongo que su respiración.

Me cago de miedo por dentro, pero no tengo ni el valor ni la fuerza para levantarme.

Trago saliva, intentando parecer dormida, aunque no lo esté realmente.

La sombra se mueve y noto algo tocándome el pelo, supongo que su mano.

No aguanto más el bombardeo de mi corazón, es demasiado horrible. Sé que mi muerte está cerca, lo sé.

–A oscuras estás más guapa– ríe alguien, la voz de la cual reconozco enseguida.

Respiro tranquila. Supongo que no me matará, no sería capaz. ¿O tal vez esté subestimando el poder de una sombra?

–Aunque al natural estás más guapa que con los kilos de maquillaje que te pones para tapar tu palidez, que lo sepas. Así que toma nota.

Cierro los ojos del todo, intentando que desaparezca de mi lado como si fuera un sueño del que puedo despertar.

–Una vez leí en una revista que a los dormidos se les puede hablar e, inconscientemente, recordarán cada palabra como si fuera un pensamiento suyo.

–Qué pena que no esté dormida y que te oiga a ti– gruño confusa en mi mente.

–La revista decía que eran trucos para controlar a tu marido, pero obviamente yo no tengo marido. Qué pena. Podría tenerlo si quisiera, me ha salido más de un pretendiente anónimo dispuesto a darlo todo para casarse conmigo.

Reprimo las ganas de reír.

–¿Sabes? A veces pienso en casarme, pero luego retiro la idea de mi mente, porque no sé si voy a hacerlo con la persona adecuada. Yo creo que me quiere de verdad, pero, en serio, no creo que yo le quiera. Antes creía que sí, que estábamos hechos el uno para el otro, pero ahora todo ha cambiado. Es como si venir a Mallorca me hubiera abierto los ojos y me tirara hacia el lado contrario, el lado que me pide que no me comprometa.

Alzo las cejas, consciente de que no me ve, y suelto un ruido extraño, como el ronroneo de un gato, que me sale desde lo más profundo de los pulmones. Estoy empezando a pensar que estoy dormida y que lo estoy soñando todo. Pero entonces me coge de la mano y me la acaricia.

–Ya no entiendo nada, es como si hubiese algo en lo que mi cerebro y mi corazón estuviesen de acuerdo y eso es que no amo, que he dejado de amar. No sé cómo, ni cuándo, ni por qué, pero lo he hecho.

Me doy la vuelta sobre mí misma, hacia el otro lado y vuelvo a ronronear como un gato, zafándome de su mano, pero sin hacerle sospechar.

–Parezco demente, hablando con alguien dormido, esperando a que me conteste, que me aconseje, que me dé la razón. Debería irme a dormir y dejarte descansar.

Suelta un bufido que no me aclara lo que significa. No del todo. Me revuelvo, incómoda, esperando parecer natural.

–Yo... Tengo un problema. Tengo un gran problema– susurra–. Por cierto, inconsciente de María Sastre, deja de pintarte los labios de rojo chillón. Te queda mejor el que llevabas el otro día, el rojo oscuro. Estabas mejor. Preciosa.

Trago saliva, porque, sinceramente, no creo que despertarme justo ahora le haga reaccionar.

Oigo un ruido y sé que se ha levantado.

Cogiéndome desprevenida, noto un cálido beso en mi mejilla y, acto seguido, oigo unos pasos dirigiéndose a la salida.

–Gracias por escucharme, hay poca gente que lo haga en Düsseldorf. Malditos alemanes.

Antes de que apague la luz y vuelva a a caer dormida, me doy cuenta de que sí, de que en realidad hay algo que tenemos en común.

Y no es la familia. No solamente.

El Chef (2015)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora