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Mi vestido largo negro de espalda escotada se expande por el suelo cuando salgo del coche, ayudada por mi madre.

Mis tacones negros hacen ruido cuando chocan contra la acera de la calle donde se encuentra el Simply Soft.

–Hostia, qué frío – digo, frotando mis brazos desnudos con mis manos blancas como la nieve.

–Te dije que no te pusieras ese harapo de lujo en pleno 31 de octubre– me recuerda mi madre, colocándose su americana correctamente.

–¿Por qué a mí no me invitas nunca?– se oye a mi padre desde el interior del coche.

–Porque quiero más a mamá.

Ella sonríe, aludida.

Se oye una carcajada desde el asiento del piloto y el coche se aleja de inmediato.

–¡Mierda!– grito– ¡Mi móvil!

Estiro el brazo en un gesto dramático para después suspirar y hacer un gesto indiferente con la mano.

–No necesitas el móvil, petarda– ríe mi progenitora.

–Tenía que retransmitirle a Rebeca la conversación que voy a tener con el alemán.

–¿Qué conversación?

–Dice que vaya a hablar con él e intente ligar. ¿Me has visto nunca ligar?– hace un gesto negativo con la cabeza.– Mejor.

Niega con la cabeza, algo que me hace sonreír.

Entramos en el vestíbulo del restaurante de dos Estrellas Michelín y nos volvemos a enfrentar al joven maître, que me mira con incredulidad.

–María Sastre– digo, sonriéndole. Algún día va a caer.

–Sí... Mesa 66– asiente, sin dar crédito al déjà vu que debe estar viviendo.

–La mesa de Satanás– le susurro a mi madre, con una mano tapándome la boca, como si el chico no lo pudiese oír debido a ello.

Nos sentamos en nuestra respectiva mesa, justo delante de la que teníamos el otro día, al lado de la ventana.

Suspiro cuando el maître se aleja, confundido, como si no hubiese dado nunca más de un día al año un sitio a la misma persona.

La camarera de la coleta pasa por delante nuestro y me mira. Le sonrío y le saludo, pero ella se limita a mirarme, como si intentara identificarme.

–Todos me miran como si fuese un fantasma que sólo ellos pueden ver– digo, alzando las cejas una vez y bajándolas rápidamente, con voz misteriosa.

–Eres patética. Tantas series de vampiros y tonterías te están llenando la cabeza de pajaritos.

–Joder, mamá, un poco de comprensión.

Ella levanta un dedo y lo hace negar, mientras cierra los ojos.

–Yo no hablo con incrédulas.

–¡Mamá!

Ella ríe y un hombre con el pelo recogido en un moño en la nuca se para enfrente de la mesa.

–Buenas noches y bienvenidas a Simply Soft. ¿Quieren que les traiga la carta o van a tomar algo en especial?

–Yo quiero un buen chuletón con esas mariconadas esas que les ponen los cocineros modernillos.

–¡Mamá!– grito entre dientes.

–Ah, sí, hija, casi me olvido. Sin gluten.

Me llevo una mano a la frente y niego con la cabeza con los ojos en blanco.

–¿Y usted qué tomará?– pregunta el simpático camarero, apuntando la comanda en el I-Pad Mini idéntico al de su compañera, alzando las cejas, como si pudiera verme a través de ellas.

–Dígale al chef, de parte de la señorita Sastre, que me ponga lo que quiera– le miro, malévola–. Nada de carne.

Carraspea, apuntándoselo en su I-Pad.

Mi madre bufa, cruzándose de brazos.

–¿Y para beber? ¿Quieren un somelier?

–Que venga ese somelier– suelta mi progenitora, con una gran sonrisa en la cara.

Cuando el camarero se va, se pone a reír como una posesa. Los clientes nos miran, como si estuviéramos locas. Otros intolerantes en el restaurante.

El hombre barrigón que me guió hasta la cocina se planta delante nuestro, observándome de una forma muy rara. ¿De verdad que nadie ha venido más de una vez en una semana a este restaurante pijoteras?

–Ehm... Puedo ofrecerles un Cabernet Sauvignon para acompañar el chuletón que ha pedido, señora. Les recomiendo la reserva de 2012, puesto que fue un año en que la luna llena y la recolecta de...

–Tráigalo, ya me ha vendido la moto con lo de Cabernet, y métase un calcetín en la boca– interrumpe mi madre, con la cara apoyada en su mano, a su vez apoyada en la mesa. Oh, Dios mío, es peor que yo.

El somelier se vuelve rojo como la sangre, pero sonríe con falsedad.

–Tiene más pluma que un pavo real– ríe ella, cuando el barrigón desaparece.

Me río con ella hasta que las carcajadas se vuelven lágrimas.

–No sabía que era tan graciosa como para hacerte llorar...

–Ay, mamá, que ayer vi a Jorge e iba con una zorra que llevaba un piercing en plan toro que decía ser su novia y encima se llamaba Carolina– lloro como lo haría una mala actriz en un personaje secundario.

Obvio lo de follamiga. Es mi madre, sobretodo.

–Lo siento, pero me he quedado en lo de Jorge. ¿Qué has dicho después?

Se me paran las lágrimas en seco y dejo de bramar para pegarle una patada por debajo de la mesa a mi madre.

–Es broma, es broma- dice, frotándose la pantorrilla.

Le cuento la maravillosa historia del encuentro con mi ex en el supermercado y, casi sin darme cuenta, ya llega el plato de mi madre. Su chuletón con mariconadas tiene mejor pinta que el vino que me sirve el calvo barrigón.

–¿Y esa cosa qué es? – pregunto, señalando algo que parecen espaguetis tiesos.

Ella se mete uno en la boca.

–Juraría que plátano frito.

Hago que me da una arcada y finjo vomitar en mi clutch.

–¿Está bien, señorita?- pregunta la voz del camarero del moño, quien se encuentra delante mío con un plato hondo delante mío.

–Sí, sí, perfectamente– me incorporo, cohibida.

–Aquí tiene su plato: sopa otoñal con buñuelos de queso especiados con...– se interrumpe a sí mismo cuando ve que no le escucho.

Miro el contenido del plato, aquella cosa negra flotando en el caldo humeante, y no hace falta que pronuncie el "ya te lo dije" a mi madre para que ella sepa que voy a la cocina a discutir con el maldito y cuadriculado alemán que tienen por chef.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now