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No ha venido el jefe, por lo que mi supuesta reunión con él se ha cancelado.

A las nueve y media de la noche, habiendo cenado en la cocina junto a Hugo - quien hoy no me ha intentado envenenar - llamo a mi hermana para que me lleve a casa.

En pocos minutos el coche de mi madre queda aparcado justo delante de la entrada del hotel y, un rato más tarde, llegamos a casa, sin decirnos nada la una a la otra.

Mi casa está escasamente iluminada por la noche. Si fuera una peli de miedo, sería el lugar encantado o lo que hagan en las pelis de miedo. No me gustan, por lo que nunca me he molestado en perder mi preciado tiempo en ver una.

Mi casa tiene aproximadamente doscientos años. Ha pertenecido a la familia de mi padre desde entonces, siendo un lugar hereditario durante generaciones.

La última en nacer, literalmente, en esta casa fue la tía abuela de mi padre, que le dejó en herencia la posesión después de su muerte.

Antiguamente, mi casa estaba dividida en diferentes partes a las de ahora, puesto que se ha convertido en algo más adecuado a la vida cotidiana y menos enfocado en el trabajo rural que antes se llevaba a cabo.

Donde ahora está el enorme baño y la coladuría, antes solía ser un establo, que daba al vestíbulo y a la cocina, pequeña y mal equipada.

Hoy en día, la cocina es última generación por deseo expreso de mi madre, que la ha reformado ya tres veces desde que vive aquí, desde los noventa, más o menos, cuando yo nací.

En el vestíbulo hay reliquias maravillosas como el piano de cola que ocupa la gran mayoría del espacio, un canterano de madera de roble restaurado con el mostrador de mármol, un espejo del siglo XIX o un baúl que contiene libros antiquísimos y diarios personales de mis antepasados.

Hay unas escaleras de baldosas y bordes de madera antigua, que suben hasta el segundo piso, donde un pasillo estrecho conduce hasta nuestro propio pasillo. Justo delante del final de la escalera hay un pequeño recibidor que tiene una puerta que lleva a una pequeña terraza totalmente desequipada con vistas a las montañas y al campo que nos rodea.

El pasillo estrecho que lleva a la puerta de madera oscura tiene una barandilla para no caer hacia abajo, hacia el recibidor principal, probablemente encima del piano de cola.

El pequeño pasillo que lleva a mi habitación, a la de Lina, a mi vestidor (por consecuencia a la habitación de invitados) y al baño compartido sostiene sobre sus paredes cuadros pintados por la madre de mi tatarabuelo, quien habitó en esta casa muchísimo antes de que yo naciera.

Entramos por el portal principal, haciendo que mi madre, quien está aspirando el suelo con su chándal gris especial para pasear por casa, se asuste por la repentina entrada triunfal que hago.

Voy hacia la puerta de roble y cristal, de pomo muy fino y dorado, que lleva al grandioso salón, que está separado del comedor por un escalón.

Mi padre está apretando botones del mando a distancia, probando la nueva televisión de pantalla gigantesca que se ha comprado como capricho de los sesenta, sentado en el sofá más pequeño color beige, que está apoyado a la pared que contiene mapas de Mallorca de distintas épocas en blanco y negro.

La chimenea me sorprende por estar encendida, desprendiendo el aroma de madera quemada, haciendo de la estancia un lugar donde no se puede respirar. Al menos para mí.

Observo las estanterías llenas de libros que nunca me he molestado en leer, perfectamente colocados.

En el otro sofá, el más grande, está Andrés, leyendo un diario de mi tía busabuela con cierto aire nervioso.

No se por qué, pero sonrío al verle así. Es gracioso, después de todo, que comparta habitación con el demente de mi padre.

–Hola, amor– dice Lina, haciéndole levantar la cabeza y dirigir su mirada hacia nosotras.

Mi hermana le da un beso en la mejilla a la vez que él me observa con esos ojos celestes envidiables. ¿Qué pasaría si se los arrancase y los pusiera sobre los míos?

–Hola– responde él, respirando hondo y volviendo a su lectura.

–Si no me equivoco, esos diarios están escritos en catalán– digo, sentándome al lado de Andrés, como mi hermana.

–Es complicado leerlo siendo yo de Madrid, pero Carolina me enseñó cosas cuando nos mudamos juntos. Chapurreo un poco. Aunque esto– dice, señalando el diario– está escrito como el culo.

–Como se habla, está escrito– río–. Es de 1912, no había reglas ortográficas todavía, por lo que la gente escribía como le sonaba.

Me doy cuenta del ceño fruncido de mi hermana cuando carraspea.

–¿Qué?– espeto, mirándola confusa.

Bufa y deja de mirarme. ¿Qué he hecho?

–El Archiduque Luis Salvador de Austria es el tema principal de esta mujer. Desde que he empezado, en mil novecientos nueve, está hablando de él, cuando vio su coche pasar por esta misma calle. Dice que no había otra casa que esta por aquellos tiempos y que ella asegura que le guiñó un ojo, estando sola con nueve años jugando en la calle con la grava que tenía el suelo. Estaba como loca con él, de verdad.

Sonrío. Tiene razón. La loca enamorada del archiduque de Austria que nunca se casó, esperanzada de encontrarse con él en los cielos y entregarle su virginidad.

Y luego la más loca que ha vivido en esta casa soy yo.

–¿Podéis dejar este rollito?– grita Lina, alarmando incluso a mi padre, que deja de toquetear su televisión.

–¿Qué rollito?– decimos a la vez Andrés y yo, mirándola atónitos.

–¡Joder! ¡Ese! Miradita, sonrisa, miradita, sonrisa... Y así sucesivamente.

–¿Se puede saber qué dices?– pregunto, rascándome la nariz.

–¿Ves? ¡Te rascas la nariz! ¡Y ahora te subes las gafas y te colocas el pelo! ¡Eso siempre lo haces!

–¡Claro que siempre lo hago! Es mi vicio.

–Mira, no sé qué tenéis vosotros dos, pero no me gusta ni un pelo. Y dejad de hacer el idiota, no soy la única que se ha dado cuenta– grita, levantándose, con los ojos llorosos.

¿Se puede saber qué le pasa?

Mi madre apaga la aspiradora y mi hermana aprovecha para ir al recibidor y dejarnos a solas con mi padre.

Oigo como se queja, como siempre, haciéndose la víctima.

Me encantaría saber a qué se refiere.

El Chef (2015)Où les histoires vivent. Découvrez maintenant