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–¿Y este pavo quién es?– casi se atraganta Ruth al decirlo.

Noto cómo mi rostro se vuelve carmín a medida que la miradas de mis amigos pasan de mí a Andrés y cómo los ojos grises de Rebeca se vuelven negros por la dilatación de sus pupilas.

Jorge no da crédito a lo que está viendo, aunque el muy condenado parece divertirse con ello.

Giro lentamente la cabeza hasta que mis ojos entran en contacto con los de Andrés, quien, serio, me observa con vivacidad. Le ha crecido la barba y lleva el pelo desordenado en varias direcciones, como si no se hubiera peinado desde hace más de dos días, con reflejos claros despuntando por su frente.

Se cruza de brazos y levanta la barbilla para saludarme. Noto cómo se acelera mi corazón. Me ha oído. Mi excuñado, el cual dejó a mi hermana por mí, me ha oído contándoles mi aventura sexual con Hugo Schneider.

–¿Dónde has estado estos días?– es lo primero que se me ocurre decir.

–Evitándote– suelta, precedido por una basta sonrisa que me desconcierta–. Me he alojado en tu hotel, esperando que aparecieras– aclara, al cabo de un rato.

–¿En mi...?– casi me atraganto con mis propias palabras.

Él asiente, llevándose una mano al pelo e intentando tirarlo todo hacia atrás.

Alguien carraspea y me veo obligada a girarme para encontrarme a Ruth con una ceja alzada y señalando a mi excuñado con el dedo. Lo que me faltaba.

Gruño.

–Andrés, estos son mis supuestos amigos; supuestos amigos, este es mi Andrés– suelto lo más rápido posible, levantándome y empujando al que fue mi cuñado lejos de esa mesa de locos–. Mi cuñado– digo algo más alto cuando ya nos hemos empezado a mover, yo con una mano en su espalda tensada a mi tacto y él colocándose el alocado pelo multidireccional.

–¡Mari! ¡No te lo lleves!– grita la que vive en Barcelona.

Siempre le han gustado con barba, hasta donde yo recuerdo. Es su debilidad, como la mía los ojos claros o la de Rebeca, el pelo oscuro.

–¿Por qué nos apartamos?– gruñe Andrés, andando hacia atrás.

–Porque no me interesa que esa prole sepa de tu existencia más de lo que ya saben– digo totalmente seria, pegándole un último empujón, segura de que ya no nos oyen–. ¿Por qué llevas barba?

Él se ríe, acariciando su peludo rostro. Lo odio.

–Porque tengo la maquinilla en tu casa y se me cayó la del hotel al retrete el primer día. Como comprenderás, como no me afeite con jabón de manos no tengo material.

–Ven a buscar tus cosas a mi casa, Lina las dejó todas aquí. No puedes ir con estas pintas de vagabundo por el mundo, lo siento.

Sonríe aún más, si es posible, haciendo que sus ojos echen brillos aquí y allá donde mira.

Sin duda, tiene unos ojos bellísimos.

–¿Y bien? ¿Por qué no te has ido del país ya?

Se relame los cuidados y rosados labios sensualmente, mirándome a los ojos cuando lo hace, borrando su sonrisa y adoptando una pose seria y demasiado sugerente.

Trago saliva. Qué hijo de...

–Tu hermana me prohibió volver a nuestra casa hasta que hubiera enviado todas mis pertenencias de vuelta a la casa de mi padre, en Múnich. Todavía espero respuesta– se encoge de hombros y se mete las manos en los bolsillos de sus vaqueros negros con indiferencia–. Veo que has aprovechado el tiempo en mi ausencia– baja la mirada, pronunciando en un hilo de voz sus últimas palabras.

¿Será posible?

–Ehm... Andrés– llamo su atención–... En cuanto a eso... No era mi intención confundirte, yo solo era amable. No quería que esto pasara, porque nunca va a pasar, ¿entiendes?

Sus ojos se bajan cuando pronuncio mi última frase, y veo cómo su nuez sube y baja con cada vago intento de encontrar una respuesta adecuada.

–En realidad, no me confundiste– dice al fin, con la voz entrecortada, como si estuviera afónico.

Me cruzo de brazos, aliviada. Tal vez lo que le dijo a mi hermana fuera solamente una excusa para dejarla por alguna razón.

En mi interior, pese a mi repentina tranquilidad, se acumula algo que no logro identificar, porque jamás lo he sentido, como un martillazo en mi estómago que casi me dobla por la mitad, aunque sea más agradable que doloroso.

–Solamente me equivoqué de hermana– aclarara, con la voz más firme, clavando su mirada cristalina en la mía, haciendo acopio de todo su valor.

Mis labios se entreabren y empiezo a notar la sequedad en el interior de mi boca en pocos segundos.

Parpadeo con lenta indiscreción por mi sorpresa, y dejo que mis manos caigan a ambos lados de mi cuerpo antes de clavarme las uñas en las palmas de mis manos.

Andrés me observa, esperando una respuesta que sabe que no va a llegar, con una evidente necesidad en los ojos.

Oigo las carcajadas de Bruno a lo lejos, y estoy segura que se está riendo de mí, como yo lo haría de mí misma si estos ojos celestes no estuvieran fijos en mi todo el tiempo.

–Oye, Andrés...– intento salir del apuro, con la voz temblorosa.

–No hace falta que digas nada si no quieres– baja la cabeza, metiéndose las manos en los bolsillos de nuevo, balanceándose sobre sus pies–. Lo entiendo.

Me empieza a picar la punta de la nariz, como siempre que estoy a punto de llorar, pero con una mueca lo elimino, enderezándome.

–¿Me han servido la pizza?– mi voz suena retorcida, nada parecida a la nerviosa anterior.

Los ojos del que fue mi cuñado lo comprueban, y asiente, volviendo a bajar la mirada a sus pies.

Me doy la vuelta, intentando no parecer demasiado brusca, con la piel de gallina y unas horribles ganas de lanzarme al mar con este horrible frío que nos envuelve.

Mis amigos posan sus miradas sobre mí, pero las quitan inmediatamente cuando me rasco la nariz.

–Adiós, María– le oigo decir antes de que me dé la vuelta y le vea desaparecer andando por las rocas a orillas del mar.

El Chef (2015)Where stories live. Discover now